El sol de otoño daba un calor
inusual, casi veraniego, en aquella mañana de escapada por la montaña. El
camino serpenteaba en interminable ascensión por la ladera hasta que, por fin,
al doblar un recodo, apareció en toda su majestuosidad el circo glaciar de
Peñalara. Apenas si se distinguía en la lejanía la figura de algún otro
excursionista. Allí estábamos solos los dos, la naturaleza y yo, Dios y yo.
Sentí el aire puro llenar mis pulmones de inusitada energía que me animó a continuar
el ascenso hasta divisar la laguna. Ya era hora de hacer un descanso y reponer
fuerzas, así que busqué acomodo entre las enormes rocas que jalonaban la
orilla. Me senté mirando hacia la laguna cuya superficie se rizaba con la tenue
brisa. Saqué de la mochila un enorme bocadillo y di el primer bocado. Entonces
apareció él.
Al principio no le di mayor
importancia, era un simple pájaro revoloteando por los alrededores, saltando de
roca en roca y picoteando entre el musgo que florecía en ellas. Sentí entonces
el deseo de compartir con él mi comida y lancé con fuerza unas miguitas de pan
que fueron a aterrizar sobre una roca a dos metros de distancia. El pájaro se
dio cuenta y se acercó a ellas. Las observó primero. Yo también lo observé a
él. No era un gorrión, sino otra especie más o menos similar aunque con el pico
más pequeño y más fino y manchas negras sobre el plumaje pardo. El pájaro
picoteó al fin las migas y se las fue comiendo. “¿Será capaz de acercarse
más?”, me pregunté. Y entonces le lancé otra miga mucho más cerca, apenas a un
metro de distancia. El pájaro dio un nuevo vuelo y se acercó a ella.
Lancé otra pequeña miga, pero
esta vez con peor puntería ya que se precipitó por unas grietas de las rocas a un metro escaso de mí. El pájaro la siguió y desapareció. Mientras
daba un nuevo mordisco al bocadillo mantuve mi vista fija en aquella zona. Y
entonces él apareció de nuevo pero esta vez ya no estaba interesado en mi
comida, sino solo… en mi compañía.
Se acomodó en un regazo de las
rocas a tan sólo un metro de distancia de donde yo estaba. Me miró y comenzó a
arreglarse las plumas. Yo seguía comiendo mi bocadillo y él seguía allí, con
aspecto de plena satisfacción arreglándose el plumaje. De vez en cuando yo extendía
mi mano para coger la botella de agua, beber un trago y dejarla de nuevo en el
suelo junto a mí. Ninguno de estos movimientos le inquietaba lo más mínimo; él
seguía allí, haciéndome compañía en medio de aquél paisaje de imponente soledad
y belleza. Me sentí cual Francisco de Asís, al que se le acercaban todos los
animales, porque aquél pequeño pájaro no tenía miedo, es más, disfrutaba de mi
compañía al igual que yo de la suya. Y aquello duró tanto como mi bocadillo
que, por cierto, era enorme.
Casi media hora después, me dio
pena levantarme y romper el hechizo de aquella escena, pero cada uno debía
seguir su camino. Atrás quedó, sin embargo, el recuerdo imborrable de aquél
momento en que los dos nos hicimos compañía. La vida es eso, una sucesión
interminable de pequeños e insignificantes momentos que debemos aprender a
descubrir.
2 comentarios:
Que momentos más fabulosos.
Tengo una experiencia parecida en Ibiza (zona virgen), que conseguí con el hueso del melocotón vinieran a comer de la mano. Eso si, sin ningún movimiento brusco. Pero una gozada.
Bonita experiencia. Yo veo a Dios en la naturaleza, en los pájaros, en todos los animales, en todas las cosas creadas...y sobre todo en las personas.
Un verano,hace mucho tiempo, hice una excursión con un grupo de amigas a esa laguna de Peñalara, y llegamos agotadas, la laguna estaba casi seca, pero el paisaje precioso.
MC
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