lunes, 8 de octubre de 2012

Lo más pequeño es lo más grande


El sol de otoño daba un calor inusual, casi veraniego, en aquella mañana de escapada por la montaña. El camino serpenteaba en interminable ascensión por la ladera hasta que, por fin, al doblar un recodo, apareció en toda su majestuosidad el circo glaciar de Peñalara. Apenas si se distinguía en la lejanía la figura de algún otro excursionista. Allí estábamos solos los dos, la naturaleza y yo, Dios y yo. Sentí el aire puro llenar mis pulmones de inusitada energía que me animó a continuar el ascenso hasta divisar la laguna. Ya era hora de hacer un descanso y reponer fuerzas, así que busqué acomodo entre las enormes rocas que jalonaban la orilla. Me senté mirando hacia la laguna cuya superficie se rizaba con la tenue brisa. Saqué de la mochila un enorme bocadillo y di el primer bocado. Entonces apareció él.

Al principio no le di mayor importancia, era un simple pájaro revoloteando por los alrededores, saltando de roca en roca y picoteando entre el musgo que florecía en ellas. Sentí entonces el deseo de compartir con él mi comida y lancé con fuerza unas miguitas de pan que fueron a aterrizar sobre una roca a dos metros de distancia. El pájaro se dio cuenta y se acercó a ellas. Las observó primero. Yo también lo observé a él. No era un gorrión, sino otra especie más o menos similar aunque con el pico más pequeño y más fino y manchas negras sobre el plumaje pardo. El pájaro picoteó al fin las migas y se las fue comiendo. “¿Será capaz de acercarse más?”, me pregunté. Y entonces le lancé otra miga mucho más cerca, apenas a un metro de distancia. El pájaro dio un nuevo vuelo y se acercó a ella.

Lancé otra pequeña miga, pero esta vez con peor puntería ya que se precipitó por unas grietas de las rocas a un metro escaso de mí. El pájaro la siguió y desapareció. Mientras daba un nuevo mordisco al bocadillo mantuve mi vista fija en aquella zona. Y entonces él apareció de nuevo pero esta vez ya no estaba interesado en mi comida, sino solo… en mi compañía.

Se acomodó en un regazo de las rocas a tan sólo un metro de distancia de donde yo estaba. Me miró y comenzó a arreglarse las plumas. Yo seguía comiendo mi bocadillo y él seguía allí, con aspecto de plena satisfacción arreglándose el plumaje. De vez en cuando yo extendía mi mano para coger la botella de agua, beber un trago y dejarla de nuevo en el suelo junto a mí. Ninguno de estos movimientos le inquietaba lo más mínimo; él seguía allí, haciéndome compañía en medio de aquél paisaje de imponente soledad y belleza. Me sentí cual Francisco de Asís, al que se le acercaban todos los animales, porque aquél pequeño pájaro no tenía miedo, es más, disfrutaba de mi compañía al igual que yo de la suya. Y aquello duró tanto como mi bocadillo que, por cierto, era enorme.

Casi media hora después, me dio pena levantarme y romper el hechizo de aquella escena, pero cada uno debía seguir su camino. Atrás quedó, sin embargo, el recuerdo imborrable de aquél momento en que los dos nos hicimos compañía. La vida es eso, una sucesión interminable de pequeños e insignificantes momentos que debemos aprender a descubrir.

2 comentarios:

JORDI BOADAS dijo...

Que momentos más fabulosos.
Tengo una experiencia parecida en Ibiza (zona virgen), que conseguí con el hueso del melocotón vinieran a comer de la mano. Eso si, sin ningún movimiento brusco. Pero una gozada.

Anónimo dijo...

Bonita experiencia. Yo veo a Dios en la naturaleza, en los pájaros, en todos los animales, en todas las cosas creadas...y sobre todo en las personas.
Un verano,hace mucho tiempo, hice una excursión con un grupo de amigas a esa laguna de Peñalara, y llegamos agotadas, la laguna estaba casi seca, pero el paisaje precioso.
MC