Normalmente los oradores no saben medir el tiempo que tienen asignado para su intervención y se extienden más allá de lo razonable, lo que
ocasiona que el moderador le tenga que advertir, que el orador tenga que correr
o suprimir algo de lo que tenía pensado (con frecuencia lo más importante), que
el exceso de tiempo obligue a retrasar todo el programa, que el exceso de
tiempo suprima o reduzca al mínimo el tiempo dedicado a preguntas de los
asistentes o al coloquio, que los espectadores se sientan defraudados...
Todo esto se solucionaría si el orador hubiese escrito su
discurso siguiendo esta sencilla regla y ajustado la extensión del mismo al
tiempo que tuviera asignado:
150 palabras escritas equivalen a 1 minuto hablado, aproximadamente.
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