Aunque ahora le parezca mentira a los chicos de hoy, en aquella
época los estudiantes teníamos muy poco tiempo libre. En mi caso concreto,
entraba en el colegio a las nueve de la mañana y salía de allí... ¡a las siete
de la tarde! A media mañana, un pequeño momento de recreo. Después, a mediodía,
la comida en el propio colegio, y apenas después de comer, otra vez a clase.
Cuando terminaban las clases, nada de irse corriendo a casa; había que estudiar
y hacer los deberes y por eso casi todos los días había que quedarse en una
clase, vigilados por un profesor, una o dos horas más para asegurarse que
hacíamos los deberes que nos habían mandado para el día siguiente. Cuando por
fin llegabas a casa, seguramente aún quedase algún problema de matemáticas por
resolver, o algún ejercicio de cualquier otra asignatura, así que tampoco era
cosa de ponerse a jugar. Cuando, por fin, habías terminado...ya era hora de
cenar y después un poco de vida familiar y a dormir. Este programa se repetía
¡seis días a la semana! Puesto que los sábados eran un día laborable como
cualquier otro; el único día un poco especial (aparte del domingo) era el
jueves, en que teníamos la tarde libre. ¡Vamos, igual que ahora!
Precisamente ahí quería llegar, al tiempo libre que –como
acabo de explicar- era muy escaso. Por eso, Eloy se ofreció para ayudarme en
uno de los pocos ratos libres que yo podía disponer y a él no le importaba: el
domingo por la mañana. Me dijo que si quería podía ir a su casa los domingos
por la mañana y allí revisaríamos juntos mis poesías y me explicaría cómo ir
mejorando. Acepté encantado y comencé a visitarle, en el piso de alquiler donde
vivía con su mujer y su hija recién nacida, a la salida del metro de Batán.
Acudía allí un par de domingos al mes con las cosas que había escrito.
Recuerdo que el primer poema que sometí a su
consideración se titulaba “Nieve” y tenía versos como estos que exaltaban la
ilusión con que siempre es recibida la nieve por los jóvenes:
“¡Nieve! Mágica palabra que encierra
un mensaje de amor y ternura. ¡Nieve!
Eterna esperanza del mundo más joven”.
Para lamentar, después, esa obstinación del mundo adulto
por quitarla de en medio:
“Te quitan de la vista del mundo,
y de ti no queda nada.
Tan solo se recuerdan esas gotas
que en otro tiempo fueron carne tuya.
¡Qué pena que tanta hermosura
tenga final tan amargo!”
A lo largo de varios meses, Eloy me fue dando sus
consejos para que mejorase mi poesía y algunas veces hasta sonaba la flauta por
casualidad. En una poesía, titulada “Poema a la madre” decía en unos versos:
“Tú que por mi atlas caminaste
buscando hasta en lo más escondido...”
Al leer aquello, Eloy elogió esa figura poética, el atlas
de mi persona, por donde camina una madre pendiente siempre hasta de los más
pequeños detalles de su hijo... ¡Quiá! ¡Pura chiripa! Lo que en realidad yo había
escrito, era mi admiración por el esfuerzo de mi madre que se recorrió un
montón de librerías de Madrid hasta que por fin encontró un “Atlas” que
necesitaba para la clase de Geografía. Sin embargo, aquella inesperada
coincidencia, hizo que me diese cuenta del significado visual que encierran
muchas palabras y cómo estas se pueden utilizar para expresar el pensamiento
poético.
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un mensaje de amor y ternura. ¡Nieve!
Eterna esperanza del mundo más joven”.
y de ti no queda nada.
Tan solo se recuerdan esas gotas
que en otro tiempo fueron carne tuya.
¡Qué pena que tanta hermosura
tenga final tan amargo!”
buscando hasta en lo más escondido...”
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