Para encontrar las raíces de mi vocación como escritor
hay que acudir a los primeros años de mi infancia. Aunque en mi DNI ponga que
nací en Madrid, eso es falso. Mis padres y toda mi familia vivían en Daimiel
(Ciudad Real) y allí fue donde me engendraron. Cosa muy distinta es que mi
madre se desplazase hasta Madrid para que yo naciese en un hospital, pero una
vez hecho esto, regresó conmigo a Daimiel y allí estuve viviendo hasta los
nueve años de edad. Sin embargo, este último cambio de residencia no cortó mis
raíces, ya que los tres meses de vacaciones de verano los pasaba siempre en
Daimiel, así como la Semana Santa. En aquella época la gente no viajaba tanto
ni estaba tan extendida la costumbre de los viajes de vacaciones; como mucho,
aquellos que vivían en una gran ciudad aprovechaban las vacaciones para volver
a su pueblo. En mi caso, no fue hasta los 16 años que pasé unos días de
vacaciones en la playa, aunque sí tuve ocasión de conocerla a los seis años de
edad para celebrar que había vuelto a nacer...
Sí, esa vuelta a nacer pudo quizás influir también en mí.
Todo ocurrió, como digo, a la edad de seis años. Estaba pasando unos días con
mis padres en la finca que tenía mi abuelo en las afueras del pueblo. Ellos
estaban dentro de la casa atendiendo sus labores, mientras yo jugaba en el
jardín haciendo castillos de barro. Con mi cubito de hojalata cogía agua de la
alberca y la mezclaba con la tierra del jardín para hacer barro y dar forma a
unas rudimentarias paredes de vete tú a saber qué tipo de construcción. En uno
de estos viajes me incliné demasiado sobre el borde de la alberca para llegar
bien al agua y poder llenar mi cubo. Y me caí dentro. No sabía nadar y sólo
acerté a gritar “papá, papá...” y cada vez que gritaba más agua tragaba.
Mientras tanto, mis padres seguían dentro de la casa, ajenos a cuanto pasaba en
el exterior. Entonces, mi padre sintió una llamada en su interior que le hizo
preguntarse qué estaría haciendo, así que decidió salir. Recorrió los
alrededores de la casa y el jardín sin verme, pero entonces se le ocurrió –al
ver el montón de barro que había dejado en el jardín- que quizás me hubiese
caído a la alberca. Yo recuerdo cómo mis gritos se iban ahogando (y nunca mejor
dicho) y cómo todo se volvió negro al tiempo que una mano parecía cogerme; pero
no recuerdo nada más. Mis recuerdos se reanudan unos minutos después, cuando
desperté y mi padre me sacudía boca abajo mientras yo echaba agua por la boca.
Si a mi padre no se le ocurre ir a buscarme en ese momento, si en esa búsqueda
se hubiese demorado unos segundos más... no estaría ahora contándolo. Tuve por
tanto una segunda oportunidad para seguir en este mundo.
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