Las asignaturas de Matemáticas y Física eran las que peor
se me daban; sacar un cinco en ellas era toda una proeza que pocas veces
conseguía. Sin embargo, no sé por qué extraña razón, ese año se me atragantó la
asignatura de Historia. Pensándolo ahora no le encuentro explicación porque la
asignatura no era demasiado difícil, como su propio nombre indica, la
“Historia” son “historias”, es decir, algo que debe gustar a cualquier escritor
o aspirante a serlo. Pero el caso es que comencé a sacar suspenso tras suspenso
en Historia. Entonces sucedió algo inusual: el profesor de Historia dejó
temporalmente las clases (creo que fue por enfermedad), el caso es que entró un
profesor sustituto para continuar dando esa asignatura durante el tiempo en que
el profesor titular faltase. Ese profesor era Manuel Prieto Peromingo. Como
profesor era bueno y me gustaba más su forma de explicar las cosas porque
trataba de hacernos entender la Historia en vez obligarnos a aprenderla de
memoria (quizás ahí estribase el motivo de mis malas notas anteriores). Y un
buen día comentó que si alguien necesitaba clases particulares de apoyo él
estaba dispuesto a darlas. Como aquél profesor me gustaba y ya iba bastante
atrasado en esa asignatura, mis padres accedieron a que me diese clases particulares.
De esta forma un par de días a la semana o así, se acercaba a casa para hacerme
“entender” la Historia.
Como él era una persona amable, sencilla, que sabía
ganarse la confianza de los alumnos, se estableció muy pronto una fluida
corriente de comunicación entre ambos. Así, no habían pasado más que unos pocos
días de clases particulares, cuando le comenté que yo escribía poesías. Aquello
le sorprendió, sobre todo cuando comprobó que los poemas que empecé a mostrarle
tenían cierto fundamento y, sobre todo, porque se daba otra circunstancia: él
también era poeta.
De esta forma, las clases fueron dejando cada día un
pequeño hueco reservado al análisis y corrección de mi forma de escribir. Con
pequeños retoques sobre lo que yo había escrito previamente, conseguía dar
ritmo a mis poemas, como podemos ver en el resultado final de este:
“Moría la luz
del lecho del sol.
Sentado, sentía
las nubes correr
por el espejo de la tarde.
Con tristeza a mis espaldas
reía y lloraba; y no sabía
por qué yo no quería ver
mi propia luz.
Se detuvo el sol
y me dejó pensar”.
Un escritor debe explorar todos los caminos…
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del lecho del sol.
Sentado, sentía
las nubes correr
por el espejo de la tarde.
Con tristeza a mis espaldas
reía y lloraba; y no sabía
por qué yo no quería ver
mi propia luz.
Se detuvo el sol
y me dejó pensar”.
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