En el campo de la Literatura (que era, evidentemente, la
asignatura que más me gustaba, junto con las Ciencias Naturales) disfrutaba
cada vez que me mandaban hacer alguna redacción. A la edad de 12 años llamó la
atención de mis profesores mi capacidad para escribir y publicaron una de mis
redacciones en la revista del colegio. Se titulaba “La primera vez que vi el
mar” y decía cosas como esta:
“De sitio en sitio por los lugares costeros. Y a mi alma
le pregunto ¿cómo será el mar? Por los caminos del mundo voy en busca de un
algo. Y cada vez que pienso en ese algo, más aumenta mi desconcierto y por mi
mente pasan más de mil pensamientos. Por más que lo pienso no acierto a
imaginar: ¿Cómo será el mar? Mi viaje se detiene, mientras una voz dice:
‘¡Hemos llegado al mar!’. Es de noche y no lo veo. Yo quiero verlo. Y mientras
más miro, menos veo. Yo me consuelo diciendo: ‘Hemos llegado al mar’”.
Estaba escrita en prosa aunque instintivamente buscaba la
rima en algunos párrafos, lo cual no hacía sino estropear la narración. Pero, a
fin de cuentas, era un incipiente escritor que se estaba haciendo a sí mismo.
Por eso supuso una gran ayuda lo que sucedió un buen día, a los 13 años de
edad, cuando estaba en clase de Literatura. El profesor, Eloy Rada García, nos
había mandado escribir una redacción. Los alumnos escribíamos afanosamente en
nuestro cuaderno, buscábamos en nuestro cerebro ideas que transmitir, nos
rascábamos la cabeza... y mientras tanto, Eloy se paseaba entre nosotros para
que permaneciésemos inmersos en nuestra tarea sin distracciones de ningún tipo,
en medio de un silencio sepulcral. Según fuimos finalizando –ya no recuerdo si
yo fui uno de los primeros o de los últimos en entregar la redacción- el
profesor recogió los cuadernos y se los llevó para corregirlos. Al día
siguiente, en clase, comenzó a repartir los cuadernos con las notas
correspondientes que siempre ponía con un lápiz rojo. Cuando me entregó mi
cuaderno vi que allí había algo fuera de lo normal; no se había limitado a
escribir la nota sino que había escrito un párrafo. Decía así: “Con toda alegría
le felicito y le animo; tal vez por este camino que tiene pasos de niño, Vd.
llegue a dar pasos de gigante. 10”. Evidentemente, el “10” era lo que menos me
importaba (entre otras cosas porque en Literatura estaba sacando mis mejores
notas); lo que me llenó de una inmensa alegría fue aquella frase de ánimo, de
valoración positiva de cuanto había escrito.
Aquella redacción no es que fuese gran cosa, pero
teniendo en cuenta que estaba escrita en vivo y en directo, improvisada allí
mismo, por un niño de 13 años, tenía un nivel bastante superior a la media y
decía cosas como esta:
“Entre la alta hierba y bajo el amparo de los gigantescos
árboles, corre un hermoso río. Su corriente incansable de agua es como el
corazón del bosque. Atraviesa las grandes montañas y vadea las colinas siempre
sin detenerse. Visto desde lo alto de su nacimiento, y observando su recorrido,
parece no morir nunca. Él es la vida de todos…”.
Al finalizar la clase me dirigí hacia el profesor y le
dije que me gustaba mucho escribir y que también escribía poesías. Eloy me dijo que le gustaría ver alguna de
esas poesías y entonces quedé con él en llevarle alguna al día siguiente. Así
lo hice y cuando las vio, me preguntó si de verdad quería ser escritor y
desarrollar esta faceta, a lo que respondí que sí, sin dudar.
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