El Opus Dei atacaba sin misericordia a mi familia tratando
de ganar adeptos. Como veían que yo era un buen chico (tenía entonces 12 años)
convencieron a mis padres para que me llevaran un día a la semana a una
residencia en donde reunían a los chicos para formarles en la moral cristiana.
Para vendérmelo a mi, me dijeron que allí me divertiría mucho, ya que me iban a
dar clases de pintura, o de música, o de escritura, o yo que sé de cuántas
cosas más, todas ellas moderadamente apetecibles. Y debían ser apetecibles
porque les iba a dedicar la única tarde de la semana que no tenía colegio (los
jueves por la tarde). Hago un inciso para aclarar a los jóvenes que lean esto
que en la prehistoria, cuando yo era joven, tenía colegio seis días a la semana
(de lunes a sábado) librando sólo los jueves por la tarde, y que el horario era
de nueve de la mañana a ocho de la tarde, siendo las dos últimas horas de
“estudio”, esto es, metidos en una clase para hacer allí los deberes del día,
cosa que no era suficiente en muchas ocasiones y aún quedaban deberes
pendientes para terminar en casa. ¡Ah! por cierto, los domingos también había
que ir al colegio por la mañana para asistir allí a la misa. O sea... una
esclavitud total, vamos, igualito que ahora.
Volviendo a la historia, convencidos mis padres de la
utilidad de asistir a esa residencia –que dicho sea de paso les costaba un
pastón, aunque nunca llegué a saber cuánto porque yo no me fijaba entonces en
esas cosas- empecé a frecuentarla. Era un amplio y precioso chalet en una de
las zonas más lujosas de la ciudad. Lo que me habían vendido no parecía andar
muy desencaminado: allí tenía a mi disposición, todo el material de pintura que
quisiese para expresar mi arte. También me apunté a otra actividad, no recuerdo
cuál. Pero sí recuerdo que de libertad, nada; allí todo era dirigido. Entre
clase y clase, nos daban charlas sobre lo humano y lo divino... bueno, más bien
sobre lo divino. Y como la cosa no iba mal, en principio, hasta se lo conté a
un amigo y también se apuntó. Aquello ya me gustaba más, porque éramos dos
amigos los que compartíamos esos ratos y prestábamos más atención a nuestra
complicidad que a las directrices que nos marcaban.
Un par de meses después, organizaron una fiesta a la que
invitaron a los padres. Hubo una exposición de pintura con todas las obras de
arte y también se mostró a los padres las manualidades que habían hecho otros.
Diversos grupos de niños hicieron algún tipo de representación, y el ambiente
era tan entrañable y relajado, que no sé si por equivocación de uno de los
monitores o porque salió espontáneamente de mi amigo y de mi (él sabía tocar la
guitarra) nos animamos a salir al improvidazo escenario... a cantar.
Hasta ahí todo normal, más o menos, pero lo que no olvidaré
fue la cara de estupor de los asistentes cuando la canción elegida para
interpretar por alguien tan poco dotado para el canto como yo, y por mi amigo
(que sí tocaba la guitarra, pero que cada cual iba a su ritmo) fue “Retien la
nuit” de Johnny Halliday, aunque más bien quisimos hacer una versión a lo
Miguel Ríos, cantándola (o mejor dicho, asesinándola) en español y
acompañándola de los movimientos que cualquier cantante de rock hace en los
escenarios. Aparte de lo desastroso de la actuación, lo que quedó claro fue
comprobar que no encajaba allí ese par de mocosos cantando una canción de
amor... de amor terrenal, quiero decir.
Efectivamente, entre que la residencia le costaba mucho
dinero a mis padres y a mí me gustaba ir a mi bola, sin nadie que me dirigiera
la vida, dejé de ir y recuperé de nuevo ese tesoro tan preciado que era la
tarde de los jueves libre para jugar con quien yo quisiera y a lo que yo
quisiera.
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