¿Alguna vez habéis planeado un atraco? No me refiero a robar
algo, sino a desarrollar un detallado plan antes de efectuar el robo. Y... ¿lo
habéis llevado a cabo con éxito? Pues yo sí, y además a la corta edad de 14
años. Así sucedieron los hechos...
Estaba estudiando en el colegio de las Escuelas Pías de San
Fernando, en la calle Donoso Cortés, de Madrid. La disciplina era estricta y
aquél año los curas habían ideado un sistema de motivación para los alumnos:
los vales quita castigos. Teniendo en cuenta que cada dos por tres te caía
algún castigo, no estaba de más conseguir esos mágicos vales que además
resultaban muy atractivos visualmente. Los había de diversos colores, según
fuese el motivo por el cual te hacías merecedor de ellos. Rojos por cada
sobresaliente, morados por cada notable, y verdes por buena conducta. Pues sí,
todo aquello estaba muy bien, pero conseguirlos era muy difícil; bastante tenía
yo con aprobar como para encima esperar sacar un notable o sobresaliente... así
que mi única esperanza eran los vales verdes de buena conducta. (Buena
conducta, por ejemplo, era ir el domingo a misa al colegio, o llegar los
primeros a la fila para formar antes de entrar a clase, o tener el pupitre
limpio y ordenado, etc.)
Como solía portarme bien, alguno de estos vales me caía, y
no sabéis qué satisfacción cuando algún cura o profesor te castigaba y entonces
tú sacabas el vale, se lo dabas, y te marchabas. Pero el balance gastos
(castigos) / ingresos (vales) estaba desproporcionado y ganaban con claridad
los primeros. Como un par de amigos estaba en la misma situación, empezamos a
cavilar y pensamos que la solución era un atraco: había que robar vales.
Nuestro objetivo, por supuesto, era robar vales verdes, de buena conducta,
porque los vales de sobresalientes y aprobados no se los iba a creer nadie.
Y comenzó la preparación. Durante varios días hicimos un
seguimiento discreto para ver dónde se guardaban los vales y a qué horas no
había nadie en aquél despacho para poder coger unos cuantos. Estaba claro que
se guardaban en el primer cajón de la mesa del prefecto y que a las seis y
veinte de la tarde no había nadie allí durante diez minutos. Nos repartimos las
responsabilidades, a un amigo le tocó hacer guardia y el otro amigo y yo nos
colamos, durante esa estrecha ventana temporal, en el despacho. El corazón nos
latía que parecía iba a salirse del pecho, y más aún cuando abrimos el cajón y
vimos que efectivamente allí había un buen montón de vales verdes. Con cuidado
de no desordenar nada, cogimos unos cuantos –pero no todos, para que no se
notase- y cuando ya nos íbamos a marchar reparamos en algo: ¡ojo, falta el
sello! Efectivamente, esos vales para tener validez debían llevar un sello. Más
complicaciones, hubo que buscar (sin cambiar nada de sitio) entre los distintos
sellos de caucho que había por la mesa, tratando de averiguar cuál sería el que
teníamos que estampar. Por fin lo localizamos y comenzamos a sellar todos
nuestros vales mientras el amigo que vigilaba fuera empezaba a impacientarse.
¡El tiempo se acababa! Chorreando sudor, terminamos por fin nuestra tarea y
salimos sigilosos del despacho. Hay que reconocer que aquél fue un atraco
perfecto y lo puedo contar ahora porque el delito ya ha prescrito.
Nos hicimos con un buen puñado de vales verdes que los
fuimos canjeando, sin abusar, por castigos durante una larga temporada... y
nunca nadie echó en falta esos vales ni se extrañó de que los tres amigos
fuésemos tan buenos, que siempre teníamos dispuesto en el bolsillo un vale
verde para expiar nuestras culpas.
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