martes, 7 de abril de 2015

Una tarde de verano

Eran las tres y media cuando la última servilleta limpió la boca del último comensal. Todos se fueron levantando lentamente. Unos se fueron a su habitación a dormir la siesta, otros se quedaron leyendo en un rincón del comedor, otros buscaron una tumbona bajo la sombra del centenario olmo que, en su mitad, tenía colgado un termómetro señalando en aquél momento 38ºC de temperatura... a la sombra. El sol caía como fuego y una ligera brisa esparcía el aire caliente por todos los rincones. Vicente no podía estar tranquilo y decidió darse un paseo. Camiseta, pantalón corto y zapatillas; puso rumbo al camino de salida de la finca. Sobre la tarde resonó pesadamente el crujir de las perulas (1) bajo las suelas de las zapatillas. El largo paseo de almendros brindaba un agradable sol y sombra mientras sus rugosas cortezas mostraban un variado paisaje de infinidad de tonos marrones, negros, amarillos de xantoria parietina (2) y, de vez en cuando, una refulgente gota de resina.

Atrás quedó el sol y sombra. El camino serpenteaba ahora por los surcos de los carros y a cada paso una ligera nubecilla de polvo se levantaba. Sus zapatillas azules se iban haciendo hermanas de la tierra.

A ambos lados, las llanuras dibujadas de viñedos, llegaban al infinito y, al frente, dos álamos blancos señalaban el comienzo de la Albuera (3). Dirigió sus pasos a un pequeño bosque donde abundaban los álamos, cuyas hojas, mecidas por el viento, parpadeaban verde y blanco. Tocó la seca corteza de sus troncos, mientras una oruga cambiaba de rendija y el sonido atronador de las chicharras le hizo buscar acomodo. Un árbol lo acogió en su regazo y el aire lo arropaba con cariño. Su mano acarició la tierra y la sintió palpitar, se sintió vivo como la hierba, como las pequeñas y níveas campanillas. Cerró los ojos y percibió el ligero aroma de los juncos y el baile sin fin de la masiega (4). Desde lo alto, el nido de cigüeñas también dormitaba en estas horas de la siesta.

Poco después se levantó y decidió bordear toda la tabla. Nunca había llegado a conocer todos los rincones de su entorno. Caminó pegado a los juncos, pisando las cañas ya resecas, con la cara iluminada por los reflejos del agua.

La vida le fue saludando a cada paso. Ahora una pareja de perdices salía volando, después una rana asustada saltaba y se escondía entre los charcos de la orilla. Las mariposas, como flores ambulantes, transmitían señales de una vida rebosante que sólo él podía contemplar porque los demás... dormían.

Escrutando con sus ojos el paisaje, descubría una variedad infinita de matices. Por unas zonas, el agua quedaba lejos tras un bosque de carrizos y masiega, haciendo peligroso acercarse a ella. Bajo el engañoso suelo de carrizos fracturados se veía el cieno movedizo y el agua que en su seno escondía las ovas (5) incapaces de soportar el peso de un cuerpo humano. Cuando alguno de sus pies se hundía unos centímetros, recordaba las historias de personas angustiadas luchando por salvar su vida mientras los borricos con tartana y todo se iban sumergiendo en el grisáceo lodo. Por otras zonas, el suelo resultaba más firme, pudiendo pasear junto al agua y haciendo revolotear a alguna que otra polla de agua.

Habría recorrido la mitad de su camino cuando se dio cuenta  de todo el tiempo invertido. El sol se acercaba al horizonte y él se hallaba en el lugar más distante, lejos incluso de cualquier otra cada habitada. Buscó un atajo entre los juncos, en una zona reseca cuyo blanquecino suelo, de salitre y ovas secas, acentuaba la luminosidad y el contraste con el verde de los juncos. Las zonas de vegetación palustre daban paso, a intervalos, a redondeles blanquecinos, antiguas charcas nacidas en la época de las lluvias y ahora secas, simulando plazas de toros de la naturaleza.

Los bostezos del sol alertaron a los grupos de anátidas cuyo batir de alas resonó por la laguna en un ir y venir buscando acomodo para pasar la noche. Las garzas agilizaron su paso camino de la orilla e hicieron comprender a Vicente lo arriesgado de su situación: la noche en ciernes y la finca lejos. Aceleró su paso y un sudor frío le dejó paralizado: el cieno llegaba ahora hasta sus tobillos. Giró a la derecha y el suelo se hacía cada vez más blando. Trató de tranquilizarse. Olvidó el tiempo, abandonó la prisa, y eligió la forma más segura de salir de allí. Sus embarrados pies, que con trabajo despegaba del suelo, volvieron por sus propios pasos. Por fin consiguió pisar de nuevo el suelo firme y se alejó, plantío a través, hacia un camino cercano.

Otra vez fue el andar, ahora tranquilo,  mirando los reflejos del sol sobre las aguas y el sonido vibrante de las aves. No lejos de allí, sobre un olivo, su mirada se cruzó con la de un halcón, tranquilo en su atalaya, con las plumas besadas por el viento.

Los últimos resplandores alumbraban débilmente las más altas capas de la atmósfera cuando ¡por fin! La carretera apareció ante sus ojos. Aceleró el paso, venciendo con coraje su cansancio, y dispuesto a recorrer como si nada el restante camino hasta la finca. Un sonido familiar fue creciendo a sus espaldas... ¡un tractor! ¡el auto stop que él esperaba! Así sucedió, y fue charlando tranquilo y contento, sentado junto al conductor del tractor en el camino hasta su finca, mirándole horizonte apuntalado por las iglesias y las casas del pueblo. Unos dos kilómetros antes de llegar al pueblo había un cruce de caminos y allí se bajó Vicente, no sin antes dar las gracias, y desde allí caminó hasta la finca para llegar a la casa familiar como cualquier otro día, como si hubiera sido un día normal.

Atravesó otra vez el sendero flanqueado de almendros cuyas copas besaban ahora las estrellas. Las perulas anunciaron su llegada y, alertados, le pidieron explicación por su tardanza.
- Hacía muy buena tarde y me he entretenido un poco. ¿Qué iba a pasarme? –les contestó.

Después de cenar se sentó fuera del porche y, recostando la cabeza hacia atrás, se empapó toda la cara con estrellas. Imaginó los patos dormidos en la orilla, escondidos entre los juncos, y el croar impenitente de las ranas entre las ovas; un aroma de pericones (6) saturó su pituitaria, y tembló de emoción al sentir que él era una pieza más del ecosistema.

(1) Piedrecitas redondeadas. (2) Una variedad de liquen. (3) Una laguna pantanosa o “tabla” originada por la afloración del Guadiana. (4) Una variedad de vegetación palustre. (5) Una especie de algas propia de aguas salobres. (6) Planta cuyas flores, en forma de campanillas, se abren por la noche.

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