Eran las tres y
media cuando la última servilleta limpió la boca del último comensal. Todos se
fueron levantando lentamente. Unos se fueron a su habitación a dormir la
siesta, otros se quedaron leyendo en un rincón del comedor, otros buscaron una
tumbona bajo la sombra del centenario olmo que, en su mitad, tenía colgado un
termómetro señalando en aquél momento 38ºC de temperatura... a la sombra. El
sol caía como fuego y una ligera brisa esparcía el aire caliente por todos los
rincones. Vicente no podía estar tranquilo y decidió darse un paseo. Camiseta,
pantalón corto y zapatillas; puso rumbo al camino de salida de la finca. Sobre
la tarde resonó pesadamente el crujir de las perulas (1) bajo las suelas de las
zapatillas. El largo paseo de almendros brindaba un agradable sol y sombra
mientras sus rugosas cortezas mostraban un variado paisaje de infinidad de
tonos marrones, negros, amarillos de xantoria parietina (2) y, de vez en cuando,
una refulgente gota de resina.
Atrás quedó el
sol y sombra. El camino serpenteaba ahora por los surcos de los carros y a cada
paso una ligera nubecilla de polvo se levantaba. Sus zapatillas azules se iban
haciendo hermanas de la tierra.
A ambos lados,
las llanuras dibujadas de viñedos, llegaban al infinito y, al frente, dos
álamos blancos señalaban el comienzo de la Albuera (3). Dirigió sus pasos a un
pequeño bosque donde abundaban los álamos, cuyas hojas, mecidas por el viento,
parpadeaban verde y blanco. Tocó la seca corteza de sus troncos, mientras una
oruga cambiaba de rendija y el sonido atronador de las chicharras le hizo
buscar acomodo. Un árbol lo acogió en su regazo y el aire lo arropaba con
cariño. Su mano acarició la tierra y la sintió palpitar, se sintió vivo como la
hierba, como las pequeñas y níveas campanillas. Cerró los ojos y percibió el
ligero aroma de los juncos y el baile sin fin de la masiega (4). Desde lo alto,
el nido de cigüeñas también dormitaba en estas horas de la siesta.
Poco después se
levantó y decidió bordear toda la tabla. Nunca había llegado a conocer todos
los rincones de su entorno. Caminó pegado a los juncos, pisando las cañas ya
resecas, con la cara iluminada por los reflejos del agua.
La vida le fue
saludando a cada paso. Ahora una pareja de perdices salía volando, después una
rana asustada saltaba y se escondía entre los charcos de la orilla. Las
mariposas, como flores ambulantes, transmitían señales de una vida rebosante
que sólo él podía contemplar porque los demás... dormían.
Escrutando con
sus ojos el paisaje, descubría una variedad infinita de matices. Por unas
zonas, el agua quedaba lejos tras un bosque de carrizos y masiega, haciendo
peligroso acercarse a ella. Bajo el engañoso suelo de carrizos fracturados se
veía el cieno movedizo y el agua que en su seno escondía las ovas (5) incapaces
de soportar el peso de un cuerpo humano. Cuando alguno de sus pies se hundía
unos centímetros, recordaba las historias de personas angustiadas luchando por
salvar su vida mientras los borricos con tartana y todo se iban sumergiendo en
el grisáceo lodo. Por otras zonas, el suelo resultaba más firme, pudiendo
pasear junto al agua y haciendo revolotear a alguna que otra polla de agua.
Habría recorrido
la mitad de su camino cuando se dio cuenta
de todo el tiempo invertido. El sol se acercaba al horizonte y él se
hallaba en el lugar más distante, lejos incluso de cualquier otra cada
habitada. Buscó un atajo entre los juncos, en una zona reseca cuyo blanquecino
suelo, de salitre y ovas secas, acentuaba la luminosidad y el contraste con el
verde de los juncos. Las zonas de vegetación palustre daban paso, a intervalos,
a redondeles blanquecinos, antiguas charcas nacidas en la época de las lluvias
y ahora secas, simulando plazas de toros de la naturaleza.
Los bostezos del
sol alertaron a los grupos de anátidas cuyo batir de alas resonó por la laguna
en un ir y venir buscando acomodo para pasar la noche. Las garzas agilizaron su
paso camino de la orilla e hicieron comprender a Vicente lo arriesgado de su
situación: la noche en ciernes y la finca lejos. Aceleró su paso y un sudor
frío le dejó paralizado: el cieno llegaba ahora hasta sus tobillos. Giró a la
derecha y el suelo se hacía cada vez más blando. Trató de tranquilizarse.
Olvidó el tiempo, abandonó la prisa, y eligió la forma más segura de salir de
allí. Sus embarrados pies, que con trabajo despegaba del suelo, volvieron por
sus propios pasos. Por fin consiguió pisar de nuevo el suelo firme y se alejó,
plantío a través, hacia un camino cercano.
Otra vez fue el
andar, ahora tranquilo, mirando los
reflejos del sol sobre las aguas y el sonido vibrante de las aves. No lejos de
allí, sobre un olivo, su mirada se cruzó con la de un halcón, tranquilo en su
atalaya, con las plumas besadas por el viento.
Los últimos
resplandores alumbraban débilmente las más altas capas de la atmósfera cuando
¡por fin! La carretera apareció ante sus ojos. Aceleró el paso, venciendo con
coraje su cansancio, y dispuesto a recorrer como si nada el restante camino
hasta la finca. Un sonido familiar fue creciendo a sus espaldas... ¡un tractor!
¡el auto stop que él esperaba! Así sucedió, y fue charlando tranquilo y
contento, sentado junto al conductor del tractor en el camino hasta su finca,
mirándole horizonte apuntalado por las iglesias y las casas del pueblo. Unos
dos kilómetros antes de llegar al pueblo había un cruce de caminos y allí se
bajó Vicente, no sin antes dar las gracias, y desde allí caminó hasta la finca
para llegar a la casa familiar como cualquier otro día, como si hubiera sido un
día normal.
Atravesó otra
vez el sendero flanqueado de almendros cuyas copas besaban ahora las estrellas.
Las perulas anunciaron su llegada y, alertados, le pidieron explicación por su
tardanza.
- Hacía muy
buena tarde y me he entretenido un poco. ¿Qué iba a pasarme? –les contestó.
Después de cenar
se sentó fuera del porche y, recostando la cabeza hacia atrás, se empapó toda
la cara con estrellas. Imaginó los patos dormidos en la orilla, escondidos
entre los juncos, y el croar impenitente de las ranas entre las ovas; un aroma
de pericones (6) saturó su pituitaria, y tembló de emoción al sentir que él era
una pieza más del ecosistema.
(1) Piedrecitas
redondeadas. (2) Una variedad
de liquen. (3) Una laguna
pantanosa o “tabla” originada por la afloración del Guadiana. (4) Una variedad
de vegetación palustre. (5) Una especie
de algas propia de aguas salobres. (6) Planta cuyas
flores, en forma de campanillas, se abren por la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario