Vivíamos en un
octavo piso, con una amplia terraza que daba a una hermosa plaza. Toda la
familia al completo, estábamos cenando cuando se escucharon unas voces.
Alguien, no recuerdo quién, abrió la puerta de la calle y se asomó por la
escalera. Volvió muy nerviosa gritando que había fuego. ¡Sálvese quien pueda!
Corrieron y cogieron el dinero, algunas joyas, posiblemente la documentación...
y yo también fui a rescatar lo más preciado para mí: mis álbumes de cromos y mi
pez. Cuando llegamos al portal, yo con mi pecera y mis álbumes de cormos, todo
habían pasado ya, falsa alarma, sólo había sido un pequeño conato de incendio
que rápidamente había sido sofocado.
Unos años
después, también por la noche, ya estaba acostado y profundamente dormido como
era habitual en mí. Sin embargo no dormía solo, ya que compartía la habitación
con mi loro Sinforoso, un loro jovencito y parlanchín, que descansaba en su
gran percha metálica bajo la cual había una gran plataforma para que cayesen
allí sus cacas y sobre la que podía moverse libremente dentro del margen de
libertad que le dejaba la cadena que iba sujeta a una de sus patas.
Estaba, como
decía, plácidamente dormido cuando me despertó un alboroto inusual. El loro
parecía haberse vuelto loco y no paraba de chillar y revolotear ya que, por más
que agitase las alas, al estar sujeto por una cadena no podía alejarse de su
plataforma. Cuando encendí la luz noté cómo la cama vibraba y la lámpara del
techo se balanceaba enérgicamente de un lado a otro. Salté de la cama y me
asomé corriendo a la terraza a la que ya habían llegado los demás miembros de
mi familia. Un ligero vibrar de los cristales de las ventanas aún se escuchaban
mientras las lámparas de los techos se movían ya ligeramente. Desde la terraza
vimos cómo algunas personas habían salido a la calle pero, antes que
decidiésemos hacer cualquier cosa, el temblor cesó y poco a poco volvió todo a
la normalidad.
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