Eran tiempos de
guateques a todo pasto, y de ir de chica en chica, sin fijeza, buscando. Con
igual fuerza me atraían el salir con los amigos y la reciente afición a los
bolos. Solíamos ir a “Bolín”, en la calle Céa Bermúdez. Allí jugábamos
normalmente una partida de bolos grandes y otra de bolos pequeños (lo que era
pequeño no eran los bolos sino las bolas pero, aunque nos gustaba más jugar a
los grandes, también nos apetecía la diversidad y el probarlo todo). Aunque según
las reglas sólo se podía tirar 11 veces (10 de la partida más una que te
dejaban tirar de propina y que servía de calentamiento) nosotros hacíamos
trampa y, sin que se diese cuenta el encargado, solíamos tirar alguna vez más.
Aún recuerdo
aquellos momentos, sentados cómoda-mente frente a la pista, con el cubalibre a
mano y el cigarrillo rubio inglés para darnos importancia. Al otro lado de la
pista había una zona reservada a las parejas; era algo así como un laberinto
lleno de sofás con múltiples esquinas para preservar la intimidad, y todo en
ello en penumbra y con música romántica de fondo. Por la imaginación, pasaba
alguna vez el deseo de ocupar uno de aquellos lugares con una chica a nuestro
lado, sin embargo íbamos a jugar a los bolos y eso era lo que hacíamos.
Como en todo
juego, el rito estaba presente: revisar las bolas, cogerlas y sopesarlas, y por
fin elegir una; después, mirar al fondo y comprobar que los bolos estuviesen
correctamente colocados (en aquella época era un chico quien de forma manual
los iba colocando en su sitio después de cada tirada); agacharse y mirar,
tratando de calcular la fuerza y dirección necesarias para el acierto; una
última respiración y la bola que salía disparada con efecto; y finalmente, la
vista siguiéndola con ansiedad, el estrépito y el salto de alegría o la cara de
resignación según hubiese sido el resultado. Muchos “plenos” conseguí, aunque
también algún que otro “canalillo”. Y al final de la partida era costumbre
lanzar no una bola, sino una moneda para que el encargado, allí al fondo de la
pista, la recogiese como propina. Después la calle, ya de noche, caminando y
hablando, con la juventud explosionando, así como las ganas de volver allí otro
día para jugar una nueva partida tan pronto tuviésemos más “pasta” fresca para
hacerlo.
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