Mi tío Rafael
era algo mayor que mi padre. Compraron a medias, un piso en Madrid y, mientras
mi padre continuaba con su farmacia en Daimiel, él se vino a vivir a Madrid, a
dar clases de Matemáticas y Ciencias en el Instituto Cervantes. Durante varios
años vivió solo en el amplio piso de Madrid. Se dedicaba por entero a su
trabajo y a sus amigos, a preparar las clases y a leer. El piso fue adquiriendo
su impronta personal. El salón era su despacho, con un gran escritorio y un
amplio tresillo. En su dormitorio, a pesar de ser interior y en un octavo piso,
la doble ventana y la doble puerta le aislaba totalmente del exterior. Como
casi todos los miembros de mi familia tenía la manía de guardar todo, hasta las
cosas más inservibles, y la gran terraza era como un tenderte de El Rastro. Una
asistenta (que dejaba el gas encendido toda la mañana para ahorrar cerillas) le
preparaba la comida y arreglaba algo la casa. Al mediodía comía pescado y por
la noche carne. Tenía su buen trabajo y una total independencia: hacía lo que
le daba la gana.
Nosotros, de vez
en cuando, hacíamos un viaje a Madrid y lo visitábamos. Era muy agradable y nos
llevábamos muy bien con él; a fin de cuentas, él –como profesor- estaba
acostumbrado a tratar con chicos.
Pero un buen día
acabó su paz. Mi padre decidió venir a vivir a Madrid al piso que era de los
dos. Poco a poco fue perdiendo terreno y quedó reducido a su habitación
personal. A fin de cuentas, él era uno y nosotros éramos cinco. Sin embargo, y
a pesar de todo, las relaciones fueron buenas y nunca hubo roces fuera de lo
normal.
Su buen
carácter, su amplitud de conocimientos y su capacidad para la docencia,
hicieron que me sintiese atraído por su compañía, aunque ahora echo de menos no
haber mantenido con él más conversaciones. Tenía una enfermedad dermatológica
en las piernas, a la que siempre atribuí su olor especial quizás por el
tratamiento que se aplicase en las mismas.
Y fueron pasando
los años, y un verano como tantos otros marchó a Daimiel. Unas semanas después
recibimos una llamada del médico de cabecera: estaba muy enfermo. Rápidamente
mi padre cogió el primer tren. A mitad del camino, sentado tranquilamente en su
vagón, mirando por la ventanilla, algo le sobresaltó. “¡Gaspar, Gaspar!”.
Escuchó una voz que gritaba su nombre y creyó reconocer esa voz: era la de su
hermano Rafael. Se volvió al instante pero no vio nada fuera de lo normal ni
ningún otro compañero de vagón mostró el más leve signo de que algo fuera de lo
normal hubiese sucedido; pero mí padre sí que había escuchado una voz que
repetía dos veces su nombre, y estaba seguro que esa voz era la de mi tío.
Llegó a Daimiel
y se dirigió a la casa, pero ya era tarde: mi tío Rafael había muerto unas
horas antes, justo durante el trayecto que mi padre hacía en tren desde Madrid.
Pero no fue
entonces, sino años después, cuando mi padre le comentó al médico de cabecera
que atendió a mi tío y permaneció junto a él en el preciso instante de su
muerte, la experiencia que había tenido en el tren cuando se dirigía a Daimiel.
El médico se sorprendió y le confesó a mi padre que justo en el momento de la
muerte mi tío Rafael lo llamó y dijo dos veces su nombre: “¡Gaspar, Gaspar!”.
Pasaron más años
y la casa de Madrid había sufrido grandes cambios: nueva pintura, nuevos muebles,
nuevo reparto de habitaciones... la que antes fuera la habitación de mi tío,
ahora era la mía.
Una noche estaba
con dos amigos en el salón y hablábamos, precisamente, de mi tío. No había
nadie más en la casa, pues toda la tarde la habíamos pasado solos. La única luz
era la de la lámpara de pie del salón. En un momento dado, algo surgió y tuve
que levantarme para ir a mi cuarto a coger alguna cosa. Abrí la puerta del
largo pasillo que cerré al pasar. Avancé, apenas sin luz durante unos metros
cuando un frío intenso bañó todo el pasillo; parecía como si en pleno invierno
se hubieran dejado abiertas todas las ventanas... pero no era invierno y además
todas las puertas que daban al pasillo estaban cerradas. Fuertemente
impresionado llegué hasta el interruptor de luz y lo accioné. Ahora había luz
pero el frío continuaba y ahora un fuerte olor bañaba todo el pasillo: ¡el olor
de mi tío! Me quedé paralizado, mirando a todas partes pero sin ver nada,
mientras el frío y el olor continuaban. Como pude, me di la vuelta y regresé
hasta el salón. Mi llegada sorprendió a mis amigos, sobre todo por la cara de
susto que llevaba. Les conté lo sucedido y sin movernos del salón, permanecimos
allí quietos hasta que fue llegando el resto de mi familia. La normalidad del
pasillo se había restaurado pero hoy, muchos años después, sigo reviviendo ese
episodio como si se tratase del primer día.
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