Como otras
tardes, cuando el termómetro se sitúa entre los 35 y 40 grados, Vicente cogió
la bicicleta para dar un agradable paseo.
Levantó la
pierna, dio un pequeño impulso, se sentó y comenzó a pedalear tranquilo,
enfilando la salida de la finca a través del paseo flanqueado por almendros.
Algunos familiares, elevando un párpado con esfuerzo, lo miraron con relativo
asombro –ya estaban acostumbrados- mientras sus carnes desplomadas sobre los
butacones de mimbre y las hamacas, se hinchaban de sopor.
Serpenteó con la
bici, esquivando algún que otro pedrusco del camino y algún que otro surco más
profundo de lo normal, dejado por el paso de los carros. La débil estela de
blanquecino polvo iba diciendo adiós a la agonía, y le empujaba a chocar de
frete con la vida.
Tomó el camino
de la derecha, más recto, y aceleró algo el ritmo. La mole de centenarios olmos
junto a la casa, se fue perdiendo en la distancia. El cielo estaba azul
radiante, el aire seco y caliente, y ni la más leve brisa balanceaba las hojas
de los olivos o de las viñas. La cabeza erguida, sin más protección que el
propio pelo, surgía altiva como un desafío al mismo clima.
Pronto llegó a
la carretera comarcal y se dispuso a emular las grandes gestas de los
ciclistas. A 20 kms. de allí estaba Malagón, lo que significaban 40 kms.
contando la ida y la vuelta. Un buen paseo para quien solo estaba acostumbrado
a ligeros paseítos de tres, cuatro o como mucho diez kilómetros. Pero ahí
estaba el reto y el deseo de vencerlo.
Trató desde el
comienzo de dosificar sus fuerzas, pensando en el regreso, y marchó a un ritmo
regular y mantenido. Al cabo de un rato se abrió ante sus ojos la Albuera que,
con el agua crecida, asomaba a ambos
lados de la carretera. Se llenó de emoción cuando pasó por ella y pudo
contemplar perfectamente la silueta frágil de las garzas y el vuelo estrepitoso
de una bandada de ánades reales.
Pronto vino un
repecho que hizo tensar todos sus músculos y después una gran bajada. Pero la
carretera llevaba muchos tiempo sin arreglar y el firme se mostraba irregular.
Se ciñó a uno de los márgenes e incluso así hubo de sortear las piedras sueltas
y los continuos baches. Miró, aunque sin reconocer el sitio, el punto exacto de
su caída unos días antes. Aquella vez bajaba más confiado que ahora por aquella
cuesta cuando tropezó con varias piedras sueltas, el manillar se le torció y
cayó de espaldas, resbalando así varios metros sobre las piedras. Recordó su
levantar dolorido, con la camisa hecha jirones y la espalda ensangrentada, y se
miró, mentalmente, las costras secas de la herida de su espalda.
Instintivamente volvió la cabeza tratando de divisar la casa y el pozo con cuya
agua se lavó y donde recompuso la bicicleta para poder regresar. Ahora, sin
embargo, no sucedió nada y, como queriendo huir de ese peligro, aceleró su
pedalear.
El calor pesado
como plomo, era un freno más... y aún así fue vencido. Las gotas de sudor
bañaban su cuerpo, sobre todo su cara y su espalda. Su memoria evocó entonces,
el nombre de Anquetil, de Bahamontes, de Pérez Francés, de Manzaneque... y los
vio luchar contra el asfalto, pedaleando de pie y venciendo exhaustos pero sin
desfallecer los metros finales de una meta volante. De vez en cuando, un árbol
o un poste telegráfico se transformaban en esa meta volante que cruzaba
victorioso; y en cada coronación de un repecho, veía la suma de unos puntos
para la “Clasificación de la montaña”.
El paisaje
monocorde de viñedos pareció romperse al fondo: era el Guadiana con su corte de
verdor. Cuando llegó a su altura bajó un momento y bebió su agua cristalina que
discurría veloz entre los juncos y las piedras. Se remojó los brazos y los
hombros para montar de nuevo y no “perder unos segundos respecto al resto del
pelotón”. Así, no pudo fijarse si había o no cangrejos pululando entre las
piedras del fondo del río; sólo recordó una antigua cacería de cangrejos en ese
mismo lugar. Había ido con varios amigos a pasar unos días en la finca. Uno de
esos días decidieron hacer una paella y, para enriquecerla, nada mejor que unos
cangrejos de río. Tomaron prestadas varias bicis de las que habían dejado allí
sus primos y que sólo usaban durante las vacaciones de verano, y se desplazaron
con ellas hasta llegar a ese lugar. Allí, sin más aparejos que sus manos,
comenzaron a sacar cangrejos con rápidos manotazos; con una mano amagaban y con
la otra los echaban, con un rapidísimo movimiento, hasta la orilla. Ya fuera
del agua era más fácil cogerlos y los iban metiendo en una bolsa. Aún le parece
escuchar el sonido del chapoteo en el agua, los cangrejos volando para aterrizar
en tierra firme... y algún que otro chillido cuando estos atinaban a aprisionar
un dedo. La cacería resultó fructífera, tanto que hubieron de repartirlos entre
la bolsa... y los bolsillos. No puede evitar una sonrisa al recordar el bullir
de dos cangrejos en el bolsillo de su camisa, las cosquillas y algún que otro
apretón de pinzas en la tetilla. Y segrega jugos gástricos recordando el
exquisito sabor de aquella paella.
Sin darse
cuenta, venciendo el sufrimiento muscular a base de recuerdos, la distancia se
fue reduciendo y, como premio, por fin se dibujó en el horizonte la silueta de
unas casas: Malagón.
Pedaleó con
fuerzas y lleno de alegría, casi riendo, hasta casi el mismo comienzo del
pueblo. Después, y calculando el tiempo empleado y considerando que aún le
quedaba el regreso, se dio media vuelta sin parar y enfiló la carretera en
sentido contrario.
Cada lugar por
donde pasó le trajo a la mente nuevos recuerdos. Y pensó en lo que pensarían
los ciclistas para vencer su esfuerzo. El ciclismo es, ante todo, sufrimiento;
es poner el cuerpo al límite de sus fuerzas y mantenerlo mucho tiempo en ese
estado. Y para olvidarse de los gritos musculares la imaginación debe luchar y
llenar todo de imágenes y pensamientos tan reales que hagan olvidar lo que se
está haciendo; desconectar la mente y el cuerpo, esa es la clave. Algo así como
un viaje astral pero con la diferencia de que aquí el cuerpo, en vez de
relajado debe estar trabajando a tope y todo seguido. El ciclismo, ciertamente,
tiene algo, mucho, de místico. El hombre en soledad, fundido con el aire y con
los campos, haciendo su alma tan grande que parece hacer olvidar al cuerpo que
es materia; alimentando su alma de energía a cada pedalada, y haciéndola tan
grande que se sale del cuerpo y parece hasta como si fuese ella quien tirase de
ese cuerpo y le hiciese avanzar más y más hasta lograr llegar a su objetivo.
Pasó otra vez
por el Guadiana, pasó otra vez por el lugar de la caída, pasó otra vez por la
Albuera, y volvió a ver los olmos centenarios dándole la bienvenida. Se vio con
la merienda frente a frente, con las mondas del pepino refrescándole las sienes
y la frente, y con el crujir del pepino con sal y aceite entre sus dientes. Y
se vio masticando la cata (1) mientras las piernas relajadas cuelgan y se
balancean en el cómodo columpio.
A ambos lados
del camino, los almendros lo saludaron con alegría agitando sus ramas levemente
gracias a la incipiente brisa. Era la multitud que le aclamaba al acercarse a
la cinta victoriosa de la meta. Aceleró, dio el último sprint y frenó y giró
bruscamente al llegar junto la casa, derrapando y haciendo chillar de
emoción a las perulas (2).
Un ojo
mortecino, sobre una boca bostezante, lo miró.
-
¿De dónde
vienes? –le preguntaron.
-
De dar un
paseíto –respondió.
-
Bueno, mmm
–le dijeron estirándose- ya es la hora de merendar.
(1) Esquina de
pan redondo de pueblo en la que se hace un hoyo que se rellena de aceite y sal
y se le vuelve a poner la miga encima. (2) Piedrecitas
redondeadas.
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