Cuando cualquiera de nosotros quiere comunicar algo (ya sea
en el ámbito del trabajo o de las relaciones personales), es muy frecuente
prestar más atención a lo que queremos comunicar y cómo lo estamos
transmitiendo, que a lo que el destinatario está recibiendo e interpretando.
De nada nos sirve una buena exposición de los hechos, un relato
excelente de los acontecimientos, si el destinatario no lo está percibiendo
como a nosotros nos gustaría. La clave de una buena comunicación no está en el emisor
del mensaje, sino en el destinatario, pero aceptar este planteamiento supone un
esfuerzo adicional y, por supuesto, práctica.
No es tan importante la información que aportemos como el
modo en que seamos capaces de transmitirla. Esto requiere, entre otras cosas,
entusiasmo, convicción y persuasión y, por supuesto, un ejercicio adicional
para ser capaces de sintetizar y conectar con la audiencia.
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