Nunca he sido un buen contador de chistes. Debía tener tan
sólo unos tres años o así cuando conté en público mi primer chiste. Mis
hermanos me animaban a hacerlo, sobre todo cuando llegaba alguna visita a casa.
Entones, ante los invitados allí reunidos y expectantes, sentados en primera
fila, llegaba yo para mi gran actuación. “¡Venga, cuéntales un chiste!”, me
decían. Me situaba en el escenario. Miraba con solemnidad a la audiencia y
decía con además de reclamar su silencio: “”Chiiiissss... te!”.
Tras eso sólo se oía algún murmullo de compromiso en la
audiencia y allá detrás, las carcajadas de mis hermanos. ¿La razón? Muy
sencilla, mi “Chiiiisss...” iba acompañado de una fina pulverización de babas
que llegaba hasta los espectadores.
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