Conocí a una chica joven muy alegre, humana, solidaria...
tanto que hacía unos años había decidido emplear su mes de vacaciones en irse a
África para ayudar a una ONG. Aquella experiencia la impresionó profundamente;
le sorprendía la alegría de aquellas gentes que vivían en la más absoluta
pobreza, en cabañas de barro y paja, sin ninguna posesión material y con el
único objetivo cada día de salir al campo para buscar algo que comer ese día...
una tarea que no resultaba nada fácil ya que era una tierra árida, abrasada por
el sol. Para ellas no había proyecto de vida ni de futuro, bastante tenían con
subsistir un día tras otro con lo poco que pudieran encontrar, unas hierbas,
algún fruto, los huevos de algún pájaro... Y sin embargo eran felices,
sonreían, y agradecían la ayuda de aquellas personas de tez pálida que venidas
de lejos les enseñaban a horadar algún pozo, cultivar algunos vegetales, etc.
Esta chica estaba casada desde hacía varios años y, aunque lo
deseaban, no habían podido tener ningún hijo. Pero en cualquier caso, esta
falta de ataduras les daba la libertad de poder dedicar sus vacaciones a esta
tarea humanitaria... y así lo venían haciendo desde hacía varios años.
Sin embargo un buen día, al regreso de sus solidarias
vacaciones, nos sorprendió presentándonos a su hijo, un precioso negrito de
poco más de un año de edad, al que habían adoptado aprovechando su último viaje. Todos
quedamos encantados de ver su cara radiante de felicidad, y también la de aquel
niño que había escapado de la pobreza más absoluta y a partir de ahora podría
llevar una vida confortable, y con unos padres que lo adoraban.
Pero si esta sorpresa había sido agradable, la sorpresa que
nos llevamos al año siguiente no lo fue tanto, o al menos así lo entendimos la
mayoría. Un buen día dijo en la oficina donde trabajaba que se despedía, que
dejaba voluntariamente el trabajo, porque había tomado la decisión –junto a su
marido- de marcharse a vivir a aquél país de África de manera permanente. Tan
enganchados estaban a la tarea humanitaria que desarrollaban cada verano que
tomaron la decisión de ejercer dicha tarea de forma permanente. Entonces pensé
nuevamente en ese pobre niño, rescatado de la miseria de un país africano y que
apenas si había podido disfrutar del confort de la vida occidental; un año
después regresaba al país donde nació, aunque esta vez fuese acompañado de unos
padres adoptivos que sin embargo ya no podrían facilitarle la vida llena de
pequeños lujos y comodidades que se estila por el mundo occidental.
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