Cientos de miles de
células de nuestro cuerpo mueren cada día y son reemplazadas por otras nuevas;
incluso las neuronas, de las que se creía no podían crecer nuevas, también lo
hacen aunque sea en menor medida. Si todo nuestro cuerpo físico está en
constante renovación, resulta fácil comprender que ese cuerpo tuyo de hoy no
tiene nada que ver con el que te albergó hace unos cuantos años… son cuerpos distintos.
Pero ¿y el alma? (o la
mente si es que eres ateo) ¿Cambia también o permanece inmutable? Nuestro ser
espiritual recorre igualmente un camino y en ese camino va adquiriendo
conocimientos y experiencias, padecimientos y alegrías, y todo ello lo va
igualmente modelando. De ahí que al cabo de unos cuantos años también nuestro
ser interior sea bastante diferente del que fuimos antaño.
Si el cuerpo físico
cambia con los años y nuestro ser interno también, es lógico deducir que si nos
comparamos con nosotros mismos en dos momentos distantes de nuestra existencia,
nos encontremos con dos seres diferentes, con muchas similitudes –por supuesto-
pero también con notables diferencias.
Por eso, cuando al
cabo de muchos años se encuentran dos personas que tiempo atrás fueron grandes
amig@s, el reencuentro suele dejar la amarga constancia de que aquellas dos personas
del pasado son ahora dos desconocidos que tan sólo coinciden en que ambos
tienen una serie de recuerdos en común pero ya no queda nada de aquél feeling,
de aquella complicidad, de aquella amistad o amor que existió entre esas dos
personas.
En realidad, cada uno
de nosotros es una persona diferente cada día, cada hora, cada segundo,cada yoctosegundo (cuatrillonésima parte de un segundo), cada...
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