En el autocar de
línea viajaban Benjamín, Paco y Vicente junto a los padres de este... y mucha
más gente, lo cual no era de extrañar puesto que se trataba del inicio de las
vacaciones de Semana Santa. Al llegar a Daimiel se dirigieron a la gran casa
familiar y pasaron sin pena ni gloria esa primera noche.
A la mañana
siguiente se levantaron muy temprano, desayunaron y prepararon todas las cosas:
tienda de campaña, latas de comida, mantas, cacharros de cocina y hasta una
escopeta de perdigones (1) y una vieja máquina de fotos. La mochila estaba
hasta los topes, pero eran tres para irse turnando.
Se despidieron y
atravesaron las calles, dejaron atrás el pueblo, se adentraron en el
serpenteante y polvoriento camino que llevaba a la finca, en la que en esos
días no habría nadie mas que ellos, aunque no pensaban hacer uso de las
comodidades de aquella casa, sino que se instalarían en sus alrededores con la
tienda de campaña que habían llevado. No era mucha la distancia a que se
encontraba dicha finca del pueblo, poco más de dos kilómetros, pero el equipaje
(la mochila) pesaba una barbaridad y Benjamín era el que más tiempo la llevaba.
Vicente, eso sí, se dedicaba a hacerle fotos, así cargado, durante el camino,
para dejar recuerdo para la posteridad... aunque lo único que se veía luego en
las fotos era una gran mochila... con patas.
Al llegar a la
cuestecilla del pedo (2) descansaron un rato junto a unos muros levantados
pacientemente por los campesinos con las piedras que iban quitando de las
tierras de cultivo, dedicadas principalmente a la viña. Desde lo alto de ese
muro se divisaba la fina: una gran alberca circular rodeada de árboles, de
donde partía un sendero que iba a terminar en una gran masa frondosa de olmos,
junto a una caseta que protegía la bajada al pozo y una alberca más grande aún,
cuadrada, sombría, con diversas saludas para esparcir su agua por los campos
circundantes. De allí nacía un camino flanqueado por almendros y salpicado de
lilos, el cual llevaba hasta la casa. Al coincidir la Semana Santa con la
primavera en todo su esplendor, tanto los almendros como los lilos mostraban
sus flores iluminando el paisaje y esparcían su aroma que embriagaba desde la
distancia con su perfume. Decididos como iban, a estar en contacto con la
naturaleza, su destino no era, pues, la casa, sino aquella rotonda de olmos
centenarios junto a la gran alberca.
Cuando llegaron,
lo primero que hicieron fue instalar la tienda, después prepararon un pequeño
resguardo con piedras para poder cocinar cómodamente, y finalmente se dedicaron
a inspeccionar los alrededores. La comida fue sabrosa, latas variadas, huevos
fritos y pan de pueblo tiernecito.
El resto del día
lo pasaron por allí, paseando, conociendo y sintiendo la naturaleza. Vieron los
pequeños escarabajos negros cuya impresionante fuerza les hacía escapar a pesar
de las piedrecitas que les iban poniendo encima para comprobar su capacidad de
aguante. Paco, fisgoneando el interior de un tronco, hizo un interesante
descubrimiento: multitud de cráneos y huesos de pajarillos. Aquél debía ser el
“comedor” de un búho o ave similar, cuya alimentación es a base de grandes
insectos, pequeños roedores y pequeñas aves, que ingieren enteras para después
echar unas pelotas de excrementos conteniendo las plumas, los huesos y demás
materiales no digeridos. Realmente, pensaron después, aquello no debía ser el
“comedor” sino el “váter” (3). Quedaron entusiasmados con aquél descubrimiento
y comenzaron a profundizar en él, extrayendo abundante material para su
estudio, separando y clasificando los huesos de aves y roedores. Aquella era la
parte positiva del hallazgo; la negativa llegaría después.
Llegó la noche y
a la luz del fuego cenaron tranquilamente en animada conversación, haciendo
planes para el día siguiente. Comenzaba a hacer frío y se metieron en la tienda
para dormir. Tendrían que haber alquilado una tienda mayor que aquella, pues a
pesar de ser para cuatro plazas resultaba un poco estrecha. Se fabricaron
almohadas con sus respectivos jerséis y chaquetones, y dieron mil vueltas hasta
que por fin se acomodaron a gusto. Benjamín cerró la cremallera de la tienda y
se dispusieron a dormir.
-
¡Voy!...
¡Voy!... ¡Voy!...
-
¿Qué es
eso? –se preguntaron al unísono. Callaron de nuevo, aguzaron el oído, hubo un
lapsus de silencio.
-
¡Voy!...
¡Voy!... ¡Voy!...
-
Me parece
que es un búho –dijo Paco.
-
Pues lo
tenemos encima de nuestras cabezas –añadió Vicente.
-
¡Cállate
biiichoooo! –“susurró” Benjamín.
De nuevo se hizo
el silencio. Pero unos minutos después volvió a escucharse la misma canción
-
¡Cállate
bicho! –gritó Vicente, dando un manotazo a la lona de la tienda de campaña.
Otro silencio y
un poco después...
-
¡Voy!...
¡Voy!... ¡Voy!...
-
¡El que voy
a ir soy yo! –dijo Paco incorporándose- ¡Dame la escopeta! –añadió.
Cargaron la
escopeta y cogieron un puñado de perdigones. Benjamín encendió la linterna y
salieron los tres. Con el haz de luz enfocaron palmo a palmo todas las ramas,
pero allí no se veía nada. Paco hizo varios disparos, pero nada se vio, ni se
oyó, ni se movió. Regresaron a la tienda y estuvieron despotricando (4) un
rato, hasta que se acomodaron de nuevo para intentar dormir.
-
¡Voy!...
¡Voy!... ¡Voy!...
Una bocanada de
ira y de resignación les subió a la cara. Ahora, ya sin prisas, salieron otra
vez de la tienda. Y otra vez la linterna, los disparos, los gritos, los
paseos... A la tienda, a echarse y a cerrar los ojos...
-
¡Voy!...
¡Voy!... ¡Voy!...
Comprendieron
que era inútil cuanto pudieran hacer y por lo tanto no les quedaba otra salida
que la resignación. Cerraron los ojos, sin poder dormir, hasta que de madrugada
el cansancio les venció... y el alborotado gorjear de los gorriones saludando
el nuevo día... les despertó.
Poco a poco se
fueron levantando, desentumeciendo los músculos y restregándose los ojos.
Encendieron fuego y prepararon un buen café que les despejase y tonificase. El
aire sano, el olor de la leña, el café y unos bollos del día anterior, les
dieron fuerzas y, levantándose, emprendieron un paseo en dirección a la casa.
Penetraron con todos los sentidos la naturaleza desbordante, parándose ante
cada flor, ante cada insecto; vieron la explanada en donde en otra excursión,
con más amigos, habían jugado un extraño partido de fútbol; extraño porque de
vez en cuando un jugador desparecía del terreno de juego y cuando se daban
cuenta, lo veían subido a una morera inflándose de moras.
A la hora de
comer, en la rotonda, Paco tuvo una idea: descubrir el nido del búho y poner
allí algo que lo asustara; y de paso, curiosear y buscar más esqueletos. El
olmo, sin embargo, era demasiado alto. Lanzaron una cuerda, pero no llegaba a
engancharse en las ramas gruesas, capaces de sostenerlos. Apoyándose en el
tronco hicieron una pirámide: Paco en la base, Vicente de pie sobre sus
hombros, y Benjamín de pie sobre los hombros de Vicente. NI siquiera así
tuvieron opción de continuar escalando, sino sólo el riesgo de salir
escalabrados.
El día
transcurrió tranquilo, pero cuando llegó la noche y estaban cenando junto al
fuego, Benjamín hizo recuento de provisiones y dio la voz de alarma:
-
No nos
queda casi nada de comida, con mucho para una vez más.
Habían previsto
inicialmente prolongar la estancia dos días más y no estaban dispuestos a
volver antes de tiempo; a volver como fracasados y escuchar: “Pero si ya os lo decíamos...”.
-
Pues
aguantaremos como sea –se dijeron.
-
¿Acaso no
tenemos una escopeta? Pues vayamos de caza –apostilló Paco.
Recogieron los
cacharros de la cena y se dispusieron a volver a la tienda.
-
Creo que
¡Voy!... ¡Voy!... ¡Voy!... a acostarme –dijo Vicente.
Y los demás, con
resignación, le siguieron. Y en seguida llegó su amigo búho a contarles sus
últimas aventuras, en ese extraño idioma del que solo entendían una palabra:
¡¡Voy!”. Pero el organismo humano es maravilloso, a todo se acostumbra y,
aunque con trabajo, pronto se durmieron; era demasiado el peso del cansancio
que arrastraban.
Amaneció un día
espléndido y con toda la ilusión del mundo hicieron los preparativos de la gran
cacería que iban a emprender. El destino era la Albuera, una tabla formada por
la afloración de las aguas del río Guadiana. Desayunaron café con galletas,
llenaron la cantimplora y, llevando una bolsa para guardar la caza y un bote
grande de Nescafé, vacío, por lo que pudiera surgir, partieron de expedición.
En esas primeras
horas de la mañana el movimiento de la vida en la tabla era considerable. La
fuerza de la vida les enervaba los
músculos y el hambre... comenzó a aguzarles también el ingenio. Estaba claro
que con una simple escopeta de perdigones poco podían cazar. Caminaban así,
pensando, entre las cañas partidas de la ribera, cuando una rana saltó frente a
ellos. Los tres, al unísono la miraron y acto seguido se miraron entre ellos.
-
¡Ranas!
–gritó Benjamín.
-
¡Sí, ancas
de rana! –añadieron Vicente y Paco, mientras los ojos se les encendían.
Paco apuntó con
la escopeta y disparó. Falló el disparo.
-
Tranquilos,
no importa; tenemos tiempo y perdigones, y además hay muchas ranas –comentó
Paco tratando de poner serenidad en aquella inesperada situación.
Benjamín y
Vicente, a modo de ojeadores, se abrieron hacia los lados. Paco, avanzando muy
despacio, tenía el dedo impaciente en el gatillo.
-
¡Rana!
–gritó Vicente.
Se oyó un
disparo y la rana dio su último salto. Benjamín se abalanzó hacia ella, aún
convulsionándose, y la metió en el frasco de Nescafé.
La mañana
avanzaba fructífera y el bote estaba prácticamente lleno. Alguien se les
acercó; era un guarda forestal.
-
Buenos días
–lo saludaron.
-
Buenos
días, ¿qué hacéis por aquí?
-
Pues nada,
de caza –respondió Vicente.
-
Pero ¿no
sabéis que está prohibido cazar? –les interpeló el guardia, al tiempo que
miraba intrigado la bolsa.
-
¿No me diga
que hay veda de ranas? –le preguntó Benjamín mientras sacaba de la bolsa el
frasco de Nescafé con los cuerpos inertes de las ranas y se lo mostraba al
guarda.
El guarda esbozó
una sonrisa y ellos respiraron aliviados.
-
Bueno, pero
solo ranas ¿eh? –apostilló el agente de la Autoridad.
-
Sí, claro
–respondieron los tres.
El guarda siguió
su camino y ellos el suyo, cazando alguna rana más. Una vez que el peligro del
guarda había desaparecido, volvieron a estar atentos ante cualquier cosa que se
moviera y fuera comestible. Fue así como descubrieron a unos veinte metros de
distancia, un ligero movimiento en un matorral de juncos en el agua, muy cerca
de la orilla. Quedaron petrificados, con todos sus sentidos alerta.
-
Parece un
pato –susurró Vicente.
Paco, que
llevaba cargada la escopeta y varios perdigones dispuestos en la boca, se
aprestó a disparar a la cabeza o cuello (únicos puntos vulnerables para un
sencillo perdigón) de lo que saliera. El terreno donde se encontraban no
ofrecía peligro. El suelo era sólido hasta el borde mismo del agua. Sin
embargo, si allí había un pato o cualquier otro animal, este tendría todas las
ventajas de su parte, al ser atacado por tierra, de disponer de toda la tabla
para salir huyendo. Así lo comprendieron ellos y Vicente, más próximo al agua,
le susurró a Benjamín que se alejase tierra adentro, diese un rodeo grande, se
metiese en el agua y se acercase a ese matorral de juncos por detrás para
cortarle la retirada. Así lo hizo mientras los dos permanecían inmóviles. No
obstante, Benjamín no se fiaba de las tranquilas aguas y cogió dos largos palos
para ir tanteando la solidez del fondo –que ya habían comprobado era pantanosa
en muchos lugares- antes de dar cada paso. Tal como estaba, vestido, con botas,
y con sus palos, se metió en el agua y se adentró cinco o seis metros. El agua
le llegaba por encima de la rodilla y el suelo, afortunadamente, se mostraba
firme.
Por fin se halló
situado por detrás del matorral de juncos, dentro del aguan cortando la
retirada. Se detuvo esperando nuevas órdenes. Paco avanzó unos metros con gran
sigilo y apuntó hacia el último lugar en donde había detectado movimiento. Hizo
un gesto indicando que ya estaba listo y Vicente, agazapado, fue avanzando para
levantar la presa. Faltaban tres metros escasos para llegar al lugar cuando
algo grande, con plumas, salió volando. Paco disparó y Benjamín alargó en vano
los brazos; se había escapado, pero al instante de decepción siguió otro de
máxima excitación: allí chapoteaba algo... ¡eran dos crías! Con más rapidez que
nunca, Paco cargó de nuevo la escopeta y de un disparo atravesó el cuello de
una de ellas; la otra se refugió de nuevo entre los juncos. Benjamín soltó uno
de los palos y se abalanzó corriendo. En un instante recogió la pieza abatida y
se la echó a Vicente, que no perdía de vista a la otra. Benjamín, con el palo,
la hizo salir de su escondite y, cerrándole el camino, logró atraparla viva.
Saltaron de
alegría mientras recogían la presa viva de sus manos y le ayudaban a salir.
Ante, sin embrago, Vicente quiso inmortalizar ese momento con su vieja máquina
de fotos. Le dijo a Benjamín que permaneciese en el agua con los palos. Con el nerviosismo de la exitosa cacería,
Vicente no atinaba a preparar el encuadre adecuado y graduar la máquina de
fotos con la abertura de diafragma y velocidad de obturación necesarias para
que saliera bien la foto. Tanta tardanza, mientras él seguía allí dentro del
agua, con sus botas y pantalones mojados, acabó por agotar la paciencia de
Benjamín que, finalmente, salió en la foto con cara de cabreo y así quedó para
la posteridad. Pero el éxito de la cacería pronto le quitó el enfado.
A la presa
capturada viva la encerraron en la bolsa para que no se escapara y así, uno con
la bolsa, otro con el frasco de ranas y otro con la escopeta y la cantimplora,
emprendieron con satisfacción el camino de regreso. Benjamín, que de muslos
para abajo iba empapado, estaba tan contento que hasta un tiempo después no se
dio cuenta de que algo le molestaba en una pierna. Se detuvieron un momento, se
quitó los pantalones y vio con desagradable sorpresa: ¡dos sanguijuelas! Sacó
el cuchillo de monte, las quitó y raspó bien la zona, y continuaron su camino.
La comida esta
vez presentaba grandes alicientes: eran “el hombre cazador”. Sobre una piedra
plana, Benjamín fue separando las ancas con el cuchillo. Después seccionó el
pollo muerto mientras trataban de averiguar de qué animal se trataba; los rasgos
no ofrecían dudas, eran dos crías de gallinula chloropus o polla de agua; una
mezcla de gallina y pato, que vive como estos últimos pero cuyas patas no
tienen membranas interdigitales y su pico es puntiagudo como el de las
gallinas. Una vez preparado, lo echaron a la sartén y lo frieron, completando
la comida con una de las últimas latas que les quedaban.
Luego por la
noche, al ir a acostarse (ahora los cuatro, puesto que al grupo se había unido
un nuevo componente, la cría de polla de agua) arroparon con un trapo al
superviviente de la cacería al que en vano habían intentado darle de comer esa
tarde. Poco después, como de costumbre, el búho hizo acto de presencia y debió
pensar que aquello no iba a alterar sus planes, así que no faltó a su cita cantora.
A la mañana
siguiente, las primeras miradas se dirigieron al nuevo huésped.
-
Está muerto
–señaló con tristeza Paco, mostrando el cuerpecito inerte.
-
¡Qué bien,
ya tenemos comida para hoy! –le respondieron Benjamín y Vicente.
Y así, de esta
forma, consiguieron aguantar otro día, tal como se habían propuesto desde el
principio. Tras esta aventura, regresaron finalmente sucios a más no poder,
cansados, ojerosos, hambrientos... pero alegres y victoriosos.
Hubieran podido
pasar esos días tranquilamente en la casa del pueblo, con las personas mayores,
limpios, descansados, bien alimentados... De haberlo hecho así, nunca más lo
habrían recordado.
(1) Escopeta de
aire comprimido. (2) Debe su
nombre a lo empinado de su ascensión que hace que las mulas, al subirla, se
tiren pedos. (3) Excusado,
servicio, WC. (4) Maldiciendo.