Allí en el templo de la Sagrada Familia, en Barcelona, pude
ver dos mujeres que rezaban con recogimiento y fervor mientras todos los demás
que estaban sentados en los bancos se dedicaban a mirar el templo como una
simple obra arquitectónica, no como la casa de Dios. Las dos mujeres se tapaban
la cara con la mano y la inclinaban en señal de respeto mientras repetían sus
oraciones; los demás, charlaban animadamente con sus acompañantes, señalaban
esto y aquello, contaban alguna broma y reían.
Pues resulta que aquellas dos mujeres no eran católicas ni
habían conocido antes lo que era una iglesia, pertenecían a una tribu africana
en donde no hay agua corriente ni luz, las casas son de palos y adobe hecho con
barro y estiércol, y a través de un concurso de televisión las habían sacado de
su remoto poblado para que conociesen nuestra civilización.
Ellas dos, las salvajes, las primitivas, nos dieron una
lección de respeto, humildad y buen comportamiento. Sabían que aquella era la
casa un dios (aunque fuese distinto de los dioses que ellas adoraban) y como
cualquier buen invitado mostraron sus reverencias al dueño de la casa, algo que
no hizo ninguno de los otros cientos de personas “civilizadas” que circulaban
por allí hablando y riendo.
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