lunes, 22 de marzo de 2010

El círculo de setas (II)

Cuando Arne llenó su cesta con las setas que formaban aquél círculo perfecto en el suelo, sólo había pasado media hora. Sin embargo, después de más de una hora caminando aún no sabía dónde estaba. La niebla seguía allí y él comenzó a preocuparse. Afortunadamente, el ruido de una corriente de agua llamó su atención y decidió acudir allí puesto que de aquella manera quizás podría orientarse; las corrientes de agua siempre conducen a algún sitio. Avanzó unos cientos de pasos y lo que encontró no fue un riachuelo, sino un gran río caudaloso. Lo sorprendente era que en aquél paraje nunca había existido ningún río. ¿Dónde podía estar? ¿Qué habría pasado? Era imposible que en una hora de camino se hubiese alejado tanto y además, nunca había oído que en los alrededores de aquella comarca hubiese existido un río de aquellas dimensiones. Caminó un poco más siguiendo el curso de la corriente hasta que al cabo de un tiempo pareció vislumbrar la silueta de un gran puente de piedra al tiempo que la niebla se disipaba y los rayos del sol sacaban a la hierba del bosque todo su esplendor. A mitad del puente se detuvo mirando al horizonte y quedó inmóvil. Lo que vio desde allí lo dejó más atónito aún: era una ciudad, pero no era la suya ni tampoco creyó reconocer que fuese ninguna de las poblaciones vecinas, todas las cuales conocía por haberlas visitado en alguna ocasión.


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