En
los cementerios de Noruega la gente no lleva flores que, depositadas sobre una
lápida fría se secarán a las pocas horas, el viento las arrastrará, el
jardinero las barrerá… si antes no ha pasado por allí algún desalmado para
robar esas flores y llevarlas a la tumba de sus familiares ahorrándose así el
dinero que costaron. En los cementerios de Noruega la gente planta las flores y
estas crecen junto a la tumba, rodeada de verde eterno. Allí la gente acude a
honrar la memoria de sus seres queridos cuyos restos yacen en un paraje más
parecido a un jardín que a un cementerio. Allí se encuentran a disposición de
los visitantes todos los utensilios necesarios para arreglar las plantas y que
estas crezcan y se renueven día tras día: azadas, rastrillos, regaderas… todo a
su alcance para facilitar el remozado de ese jardín que crece sobre los restos
de los seres queridos. Después, cuando han terminado la faena, vuelven a dejar
los utensilios en su sitio para que otros los utilicen. ¿Qué pasaría en España?
Ni los rastrillos, ni las azadas, ni las regaderas… durarían una hora, porque
nadie respeta a sus semajenates, porque no hay ni respeto ni educación.
Por
eso, en este día de hoy, uno de noviembre, día de recordar a quienes nos
precedieron en esta vida, vuelvo mi vista y mi recuerdo no hacia nuestros
cementerios sino hacia los cementerios del norte de Europa en donde sus
habitantes son… humanos.
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