(Para ayudaros a combatir el calor de estos días, nada mejor que un “Cuento de Navidad”)
Ferdinando avanzó decidido hacia la consulta del Dr. Paulino. Oprimió el timbre y una suave musiquilla se le enroscó en la trompa de Eustaquio (la suya la estaban arreglando). Una exuberante enfermera, de lacios cabellos y tísica mirada, lo abrazó y lo besó. Después, mirándole fijamente, le preguntó:
- ¿Qué desea, pichón?
- Ver a Don Paulino –respondió Ferdinando.
La enfermera se agachó rápidamente y besándole los pies, le calzó unas zapatillas de franela. Después, tomando su mano, lo condujo por un pasillo largo y estrecho (de haber sido corto y ancho hubiera sido un vestíbulo). Cuando Don Paulino los vio llegar, salió corriendo del despacho:
- Pase, pase por aquí, ilustre científico-divulgador-de-novedades-químico-farmacéuticas.
- Verá, doctor, yo venía nuevamente a presentarle una nueva novedad muy novedosa.
- No faltaba plus, abráceme, fiel infante de la información farmacéutica.
Y osculándole la frente le hizo pasar. Cuando Ferdinando hizo ademán de sentarse en una silla, el doctor prorrumpió en un alarido:
- ¡Oh, ahí no! ¡Siéntese en este sofá, que estará más cómodo!
- Verá, doctor, venía a presentarle...
- ¿Qué quiere tomar?
Ferdinando titubeó un momento y al final dijo:
- Un poco de mazapán, ya que estamos en Navidad...
A lo que Don Paulino replicó:
- ¿Sólo, con hielo o con soda?
- Descafeinado.
Cumplidos sus deseos y mientras el doctor se tomaba su yogusbelt, le preguntó:
- ¿De qué laboratorio es usted?
- Del Peninsular S.A.
- Magnífico. Peni, peni... como aquellos históricos cigarrillos que tan buenas estacas contenían... o como la secretaria de James Bond, o como la peni-cilina... yo la receto todos los días.
- Verá, doctor, es que nosotros no tenemos penicilina.
- ¡Y hacen ustedes muy bien! Hoy en día hay nuevos antibióticos que también conviene utilizar.
Ferdinando no sabía cómo seguir.
- Doctor, nosotros no tenemos antibióticos, solo antiinflamatorios y vitaminas, como el “Antichichón compuesto” en supositorios efervescentes y el “Levantánimo vitaminado” en ungüento amarillo.
Don Paulino se rascó la cabeza para calmar el prurito de su calva, y ante el deseo de satisfacer al buen hombre, le susurró al oído:
- Pues déjeme 365 muestras para que no se me olvide ningún día del año, y no habrá bronquítico o cirrótico que no salga sin una receta de sus productos.
- Pero, doctor, ¿no quiere saber los puntos pomocionales de mis productos?
- Hijo mío, fermoso, estamos en Navidad y...
- Entonces déjeme que le cuente mi vida... –replicó Ferdinando con la boca y los ojos abiertos como en los comic manga.
El doctor sintió una invasión de adrenalina por todo su cuerpo y se postró en el suelo con santa resignación. Ferdinando, sacando un papel de su bolsillo, lo desplegó con solemnidad y lo leyó:
- Mi infancia son recuerdos de una chapa de uralita. Mi chabola era linda, situado en mitad de un campo pelado y rodeada de fábricas. En casa éramos once hermanos (algunos días más) y la cigüeña se había quedado a vivir con nosotros. Cada vez que mi papá llegaba a casa, siempre preguntaba ¿quién es hoy el nuevo? Mi abuela, que también vivía con nosotros, era corta de vista. “¡Qué delgado y envejecido está Basilio!”, exclamaba mi papá al ver a mi hermano pequeño, sin darse cuenta que mi abuela –que hacía de niñera- le echaba los polvos de talco en la cabeza y le daba el biberón por el culo. Los demás no decíamos nada para ahorrar lo único que podíamos ahorrar: energía. Como mis papás no tenían dinero para comprarnos zapatos para ir a la escuela, decidieron pintarnos de negro los pies y hacernos el lazo con los dedos. Aquella Navidad en que yo cumplí 10 años, mi papá decidió buscar un buen árbol... y ¡vaya si lo encontró! ¡Tres años estuvimos viviendo en él! Pero los años de estrecheces pasaron al cabo de 30 años. Para entonces yo era un mocetón y tenía novia. Por Navidad entré a una tienda buscando un regalo para ella. Apreté una muñeca y gritó: “mamá, ponme a hacer pis”. Apreté otra muñeca... y llamó al gerente. El caso es que después de todo solo encontré unos pantys. Yo pensé que le gustarían, pero se los quedó su madre y así perdí toda esperanza de volver a verlos. Y después de 15 años de noviazgo me casé para seguir el ejemplo de mis padres...”.
El doctor yacía a sus pies sobre la mullida alfombra, y la enfermera –con el pelo ya encanecido- desfallecida estaba. Ferdinando, sintiendo un gran peso en sus ojos (no se había limpiado bien las legañas ese día) dio una cabezada y sintió cómo caía.
“¿Qué pasa ahí?”, se escuchó decir a una voz ronca y avinagrada. Ferdinando se vio caído en el suelo ante la risa burlona de las mujeres que esperaban, llenas de niños, su turno para entrar en la consulta del seguro y pedir vitaminas para sus niños, llenos de mocos. Se incorporó y, sentándose en el poco espacio que una señora culona le dejaba, acarició la enorme cartera en donde llevaba sus folletos y sus muestras, en espera de hacerle la visita programada a Don Paulino.
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