Hace unas cuantas décadas, las cosas eran para toda la vida, o casi. Un reloj pasaba de padres a hijos, al igual que una buena joya. Los muebles eran robustos y dispuestos a sobrevivir durante siglos. La ropa tenía larga vida y, por ejemplo, en los niños se iba readaptando de un hijo a otro según iban creciendo, y las camisas de los hombres no se tiraban cuando los puños o el cuello estaban gastados, sino que simplemente se cambiaban estos en vez de comprar una nueva camisa. Eran tiempos que albergaban la esperanza de que lo logrado hoy permaneciera mucho tiempo.
Las cosas han cambiado y quizás la culpa la tuvieron las corbatas. En aquellos tiempos, cuando sólo se tenía un reloj, un par de camisas, un traje para los domingos, etc., hubo una prenda que se volvió promiscua: las corbatas. Se podía tener sólo un par de camisas, pero también un par de corbatas. Y así, poco a poco, conforme iba creciendo la economía, los hombres comenzamos a coleccionar corbatas.
El cambio diario de corbata permite que aun llevando todos los días el mismo traje y una camisa blanca, parezca que has renovado completamente tu vestuario. Además sirve para reflejar tu personalidad, tu estado de ánimo, tus preferencias personales… Alguien debería escribir un día un buen “Tratado de comunicación de las corbatas”. Sin embargo, las corbatas abrieron la veda de lo efímero, de la moda que se devora a sí misma para renacer cada día. Ahora todo el mundo tiene varios relojes para combinar con sus trajes y sus estados de ánimo, y no hablemos ya del número de camisas, trajes, pantalones, jerséis, etc. que se compran a granel y antes de que se hayan deteriorado lo más mínimo ya son pasto directo de los contenedores de ropa usada.
Lo dejo aquí para que sigan los filósofos. Pasamos tan deprisa que sin duda no hemos percibido que el nudo de la corbata es la imagen de la soga con la que hemos ahorcado la humildad.
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