Miguel
camina solo en la tenue luz del atardecer, sus pasos pesados, titubeantes
contra el asfalto implacable. Los edificios imponentes de la ciudad bloquean el
horizonte, difuminándose en una neblina a través de sus ojos vagamente
llorosos. Una ráfaga fría de viento lo roza, trayendo fragmentos de un ruido
lejano: una melodía discordante y fugaz de un coche que pasa. Arriba, la noche
desciende en un aleteo silencioso, extendiendo su sombra sobre su figura
agotada.
-oOo-
La
mirada de Isabel lo atrapaba, sus ojos suaves pero penetrantes, cargados de
promesas no dichas. Sus manos se acercaron lentamente sobre la mesa desgastada
del café, los dedos de ella abandonando el frío rocío del vaso. La mano de
Miguel temblaba ligeramente, atraída hacia la de ella como por instinto. Entonces,
un roce fugaz: su mano, cálida y viva, encontró la suya. Sin decir palabra, sus
dedos se entrelazaron, apretándose con fuerza, como si temieran que el momento
se desvaneciera. En ese apretón silencioso, el mundo más allá de sus manos dejó
de existir.
-oOo-
Miguel
avanza con dificultad, su paso irregular, acelerándose cada vez que un extraño
lo roza al pasar. No huye, no exactamente. Nadie lo persigue, pero su sombra se
aferra a él, compañera silenciosa en esta avenida interminable. La ciudad se
siente ajena, sus luces borrosas y desconocidas, como si hubiera entrado en un
sueño que no le pertenece. Su pecho se oprime; el cansancio lo aplasta, cada
paso una lucha contra esta carretera infinita que no cambia.
-oOo-
“¿Por
qué vienes solo?” La voz de Antonio cortó el bullicio del bar abarrotado, su
mano extendida en saludo.
“No pudo venir,” respondió Miguel, su voz plana, vacía por algo que no mencionó.
La sonrisa de Antonio no flaqueó. “No te preocupes, amigo. Maribel está aquí.”
La mirada de Miguel se deslizó hacia ella—Maribel, riendo suavemente en un rincón, su presencia como una chispa en la penumbra. Por un instante, se sintió más ligero, como si su calidez pudiera derretir el dolor que cargaba.
-oOo-
Miguel
mira su reloj, las manecillas brillando débilmente: son las nueve y media de la
noche. El sol, ahora un rescoldo moribundo en el horizonte, proyecta un tenue
resplandor rojizo. Camina sin detenerse, cada paso más lento, como si el peso
del tiempo mismo lo presionara. La avenida se extiende sin fin ante él, una
cinta de asfalto que no lleva a ninguna parte.
-oOo-
“¿Te
molesta la luz?” susurró Maribel, su voz suave, provocadora, su aliento cálido
contra su oído.
“Un poco,” admitió Miguel, aún ignorante de la fuerza que lo atraía hacia ella.
Sin mediar palabra, ella lo guio hacia un rincón oscuro del bar, donde parejas se fundían en sus propios mundos privados, ajenas al caos que las rodeaba. El débil resplandor rojizo de un letrero de neón apenas las alcanzaba. En ese refugio sombrío, las palabras se volvieron innecesarias. Una corriente, instintiva y silenciosa, surgió entre ellos: sus dedos recorriendo su mandíbula, las manos de él encontrando su cintura. Se entregaron a un baile de caricias, un escape fugaz del peso de sus vidas separadas.
-oOo-
El
cuerpo de Miguel tiembla, un frío mortal cala en sus extremidades agotadas. La
avenida se transforma en un puente angosto, su frágil barandilla su único
ancla. Abajo, un río de coches pasa veloz, sus colores desangrándose en el
crepúsculo. Su corazón se rebela, instándolo a saltar, a terminar con el
tormento que carcome su alma. Sin embargo, sus manos, movidas por un instinto
primitivo, se aferran con fuerza desesperada a la barandilla. Una guerra se
desata en su interior: rendirse contra sobrevivir. Al fin, suelta su agarre,
retrocede tambaleándose y corre a través del puente. Sus piernas flaquean;
duda. Un destello cegador—los faros de un coche—se precipita hacia él.
Demasiado tarde, intenta esquivarlo. Un golpe sordo, el chirrido de neumáticos,
y el dolor estalla en su cuerpo. El coche se pierde en la corriente de tráfico,
dejándolo tirado en el asfalto, el mundo girando hacia la oscuridad.
-oOo-
Miguel
regresaba a casa tambaleándose, el zumbido del alcohol nublándole los
pensamientos, su corazón aún encendido por el calor fugaz de la noche. Al
llegar a su puerta, una figura emergió de las sombras: Isabel. Su presencia lo
golpeó como un mazazo.
“¿Qué haces aquí?” balbuceó, su voz temblorosa.
Sus ojos se clavaron en los de él, un torbellino de emociones girando en ellos: amor, traición, acusación, todo a la vez. No hubo palabras, solo esa mirada penetrante. La comprensión lo arrolló como una ola. “¡No fui yo!” gritó, su voz quebrándose. “¡No lo hice, tienes que creerme!”
Pero Isabel no dijo nada. Sus manos, antes firmes sobre sus hombros, se deslizaron, sin vida. Se dio la vuelta, su silueta desvaneciéndose en la noche, dejándolo aferrándose al aire, sus súplicas disolviéndose en el silencio.
-oOo-
Miguel
yace desplomado en la acera, sus respiraciones cortas, entrecortadas. El dolor
irradia por todo su cuerpo, agudo e implacable. Intenta levantarse, pero sus
miembros lo traicionan. Su mirada cae sobre el asfalto, donde una mancha oscura
se extiende: su sangre, brillando bajo las luces de la calle. Su mano
temblorosa toca su frente, los dedos regresan húmedos de un calor pegajoso. Un
escalofrío lo recorre. Con un último esfuerzo de voluntad, se obliga a ponerse
de pie, tambaleándose como una marioneta rota. Presiona un pañuelo contra su
frente; este se tiñe de carmesí.
A duras penas, Miguel retrocede por la avenida infinita. Atrás, la pequeña mancha de sangre en el asfalto se desvanece, tragada por la indiferencia de la ciudad, como tantas cosas perdidas en el tiempo.
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La sonrisa de Antonio no flaqueó. “No te preocupes, amigo. Maribel está aquí.”
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“¿Qué haces aquí?” balbuceó, su voz temblorosa.
Sus ojos se clavaron en los de él, un torbellino de emociones girando en ellos: amor, traición, acusación, todo a la vez. No hubo palabras, solo esa mirada penetrante. La comprensión lo arrolló como una ola. “¡No fui yo!” gritó, su voz quebrándose. “¡No lo hice, tienes que creerme!”
Pero Isabel no dijo nada. Sus manos, antes firmes sobre sus hombros, se deslizaron, sin vida. Se dio la vuelta, su silueta desvaneciéndose en la noche, dejándolo aferrándose al aire, sus súplicas disolviéndose en el silencio.
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