A través del latín “architectus” nos llegó la palabra
“arquitecto”, con la cual se denominaba al jefe de una construcción. Sin
embargo el latín había tomado este término de dos palabras griegas: archos
(principal) y tecton (obra). Por ello, si nos trasladamos al terreno de la
Poesía podemos entender que se haya titulado este libro “Arquitecto de
emociones” ya que se recoge en el mismo lo principal de la obra poética del
autor y, a fin de cuentas, la poesía es emoción trasladada al papel.
Los ladrillos que se utilizan son las palabras, las
cuales se colocan de tal forma que sirvan a un fin concreto previamente
establecido. Si en arquitectura ese fin es el de servir como alojamiento o
centro de reunión –por ejemplo- aquí el fin es el de transmitir emociones y
sentimientos. Los versos son las vigas que sustentan el edificio y las estrofas
son las habitaciones y dependencias por donde transitará el lector. El poema
final será el edificio que mostrará en su conjunto cómo algo abstracto (las emociones
y sentimientos) han sido transformados en algo tangible (los poemas).
La arquitectura ha de ser práctica (servir al fin para el
cual se crea una obra) pero también ha de ser bella, porque esa obra final es
algo que se contempla a diario y debe transmitir una sensación de bienestar. La
poesía debe tener, por su parte, ritmo y musicalidad, para que la belleza de
esas emociones y sentimientos que transmite sean igualmente bellos y dejen en
el alma del lector un poso de comunión con lo intangible.
Eso es lo que he pretendido con este libro, “Arquitecto
de emociones”, reunir en un libro lo que considero mejor de mi obra poética,
desde los inicios cuando contaba con 13 años de edad (1962), hasta lo último,
cuando ya he alcanzado los 70 años (2019). Son, pues, casi seis décadas de
poesía, seis décadas de ejercicio de poeta levantando edificios de emociones a
base de palabras sencillas que todos utilizamos en nuestro lenguaje cotidiano.
Y de todo ello hemos seleccionado lo principal (archos) de mi obra (tecton)
poética.
Como curiosidad, este libro se presenta de forma inversa,
ofreciendo primero al lector los poemas más recientes. Comienza con el libro de
poemas “Después de medio siglo” (17 poemas), el cual se ofrece completo con un
pequeño apéndice actual que recoge un par de relatos en prosa poética. Después
viene el edificio completo: las 100 mejores poesías escritas a lo largo de
estas seis últimas décadas.
Independientemente del poso emocional que los poemas
puedan dejar en el lector, hay otro factor igualmente importante que ofrece
este libro: la posibilidad de comprobar cómo va evolucionando un poeta a lo
largo de los años, algo que se puede comprobar fácilmente comparando los poemas
que aparecen al principio del libro (los más recientes) con aquellos situados
al final (los más antiguos).
El conjunto del reciente libro de poemas “Después de
medio siglo” y “Las 100 mejores poesías de Vicente Fisac” forman este nuevo
edificio de papel que sólo mide 15,2 x 22,8 centímetros pero que irradia el eco
intangible de la Poesía del autor a lo largo de las seis últimas décadas.
Siempre tuve la suerte de contar con la ayuda de algún
maestro que guiase mi camino en las diferentes etapas de la vida: infancia,
adolescencia y juventud. A la edad de 16 años coincidí con otro profesor que
había entrado provisionalmente en el colegio de los Escolapios para hacer una
sustitución. Como iba mal en aquella asignatura, “Historia”, y él se había
ofrecido a los alumnos para dar clases particulares a quien lo necesitase, yo
trasladé ese ofrecimiento a mis padres y estos aceptaron. Hay que aclarar que
si iba mal en “Historia” era porque en aquella época la “Historia” era algo que
había que aprender de memoria; sin embargo, con la llegada de este profesor, Manuel
Prieto Peromingo, el panorama cambió: contaba los acontecimientos de la
Historia como si de una película se tratase, nos hacía vivir y comprender cómo
era la época, cuáles las costumbres… nos ponía en situación y así
“comprendíamos” qué y por qué había sucedido en esos años concretos.
Para sorpresa de ambos, al poco de haber iniciado
nuestras clases particulares (sólo había transcurrido un mes) le comenté que yo
escribía poesías y le enseñé algunas. Él me confesó que también escribía
poesías y unos días después me entregó un acróstico, ese que veis en la
fotografía, en donde reflejó lo que veía en mi a través de esos versos cuya primera
letra construía en vertical mi nombre y apellido. Con título “Un mes… y tú
tranquilo”, decía así:
Vas sudando la lucha serena,
intranquila del tiempo
con las manos abiertas al mundo,
estrenando la vida y la sangre
nacida de la luz tan de repente,
trampa abierta en tu paz,
entre tu asombro de joven que renace.
Fuego que hiela las entrañas niñas,
inútiles aún, a punto siempre,
siempre esperando,
acaso sin saberlo,
con los ojos, alegre, un primer llanto.
Y tras ello, la dedicatoria: “A Vicente, al mes de
conocer que también hace poesías. 11-V-64”.
A partir de aquél momento nuestra relación cambió
radicalmente. Las clases particulares abarcaron todas las materias, no sólo Historia,
y cada día dedicaba unos minutos a revisar mis escritos y a ponerme ejercicios
para que me fuese fogueando en los diferentes estilos: narración, diálogos,
ensayos, poesía… Sorprendentemente, mis notas mejoraron. Y cuando aquellas
clases ya no fueron necesarias, seguimos en contacto muchos años más, a través
de las cartas y de algún contacto personal esporádico. Pero aquellas cartas que
intercambiábamos no eran cartas “normales” del tipo “¿Qué tal estás? ¿Dónde has
estado? ¿Qué has hecho?” sino que se convertían en plataformas para expresar
mis sentimientos y mis inquietudes y para que él me orientase dándome así unas
clases de lo más importante que debe uno aprender: “la vida”.
Hace poco, Manuel Prieto nos dejó, pero no ha muerto, no
al menos hasta que yo también me vaya porque no hay un solo día en que no lo tenga
presente en mi memoria; y buena parte de todo lo que he sido como periodista y
escritor ha sido gracias a él.
Así que, a partir de ahora, en esta “Biblioteca Fisac”
virtual, iré hablando de los libros que he escrito y compartiré igualmente
fragmentos de todos ellos así como otros textos inéditos o recién escritos
porque, mientras tenga un hálito de vida… seguiré escribiendo.
Cuando tenía 13 años y estudiaba en el colegio de los
Escolapios, en la calle Donoso Cortés, de Madrid, mi asignatura favorita era la
Literatura (¡no podía ser de otra forma!). Lo que más me gustaba era cuando el
profesor nos mandaba hacer alguna redacción, daba igual que el tema fuese libre
o que él nos indicase sobre qué debíamos escribir. En esos momentos nada me
paraba. El bolígrafo se desliaba con soltura sobre el papel y escribía todo lo
que de manera fluida surgía de mi fértil y desbocada imaginación.
El profesor que tenía entonces era Eloy Rada García,
quien después sería profesor en Ciudad Rodrigo (Salamanca) y finalmente
catedrático de la Universidad de Educación a Distancia (UNED). Ya se había
fijado en mi pasión por la Literatura y por escribir, pero un día, tras
corregir las redacciones que habíamos preparado el día anterior, nos fue
devolviendo los cuadernos con la nota correspondiente. Cuando recogí mi
cuaderno vi que allí había escrito algo más; decía así: “Con toda alegría le
felicito y le animo, tal vez por este camino que tiene pasos de niño vd. llegue
a dar pasos de gigante” y a continuación la nota: “10”.
Lo que menos me importó fue la nota, lo verdaderamente
importante era el subidón de autoestima que aquellas palabras ejercieron en mí,
tanto que –como podéis comprobar por la fotografía adjunta- aún conservo
aquellas palabras manuscritas.
Y no quedó ahí la cosa. Un buen día le comenté que yo
también escribía poesías (comencé a escribirlas a los 12 años) y él se ofreció de
forma desinteresada a corregírmelas y orientarme aun a expensas de que fuera en
su tiempo libre. Me invitó a ir a su casa algunos domingos por la mañana.
Llegaba allí con mis últimos poemas y él me aconsejaba cómo podía ir mejorando.
La confianza era tal, que hasta un día me dejó de “canguro” con su hija de
pocos meses de edad, porque tenía que salir con su mujer para hacer alguna cosa.
Sus orientaciones y la motivación que todo eso ejerció en
mí, fueron un impulso decisivo para avanzar en la senda que me había propuesto.
En cuanto a su “profecía”, está claro que no di pasos de “gigante” pero sí que
pude dar unos pasos lo suficientemente grandes como para vivir bien gracias a
lo que escribía e incluso recibir diversos premios en reconocimiento a mi
trayectoria profesional como “Dircom” en el mundo de la industria farmacéutica
y de los colegios de médicos. Llegar a estar considerado y reconocido entre los
mejores de mi profesión hizo que, en cierto modo, sí que se cumpliese aquella
“profecía” que Eloy Rada me hizo cuando yo sólo contaba 13 años de edad.
Cuando apenas tenía ocho años y aún no me había
trasladado a vivir a Madrid para empezar mi formación en el colegio de los
Escolapios, me atreví a escribir mi primera novela. Sí, así como suena, aunque
claro, lógicamente a esa edad llamaba novela a una historia más parecida a una
redacción muy larga que a una novela como tal.
Pero el hecho es que aquella “novela” tenía todos los
ingredientes necesarios: un argumento, mucha acción y una sucesión continua de
acontecimientos, reflexiones del protagonista, diálogos (sí habéis leído bien:
con ocho años ya escribía diálogos), gotas de humor, etc. Por supuesto que
tenía muchos fallos (una madre de 91 años que tenía un hijo de 20 años, es
decir, que parió a los 71 años de edad) así como incongruencias en el
desarrollo de los acontecimientos.
Aquella primera novela se titulaba “Federico Barbarroja”
y era algo así como un compendio, bastante revuelto, de las películas de guerra
que había visto en el cine.
Lo que estaba claro es que aquello de las “redacciones”
que me mandaba hacer el profesor, ya se me estaba quedando pequeño y yo quería invadir
el papel con la imaginación y creatividad literaria que me salía a raudales a
tan temprana edad. Estaba claro que fuese lo que fuese de mayor, yo me pasaría
la vida escribiendo. Y así fue, y de ello pude vivir a plena satisfacción
aunque no fuese –durante mi vida profesional- un “novelista” sino un “Dircom”,
es decir, periodista responsable de la Comunicación en importantes compañías y
organizaciones.
Cuando tenía unos seis años y aún vivía en Daimiel
(Ciudad Real) me daban clases particulares como adelanto de lo que sería
después (a los nueve años) la enseñanza obligatoria que recibiría en las
Escuelas Pías de San Fernando, en Madrid. Este profesor me ponía deberes y
entre ellos uno que me gustaba mucho: “poner lo contrario de…”. Por ejemplo, me mandaba escribir una lista de
cosas y yo debía escribir después sus contrarios: blanco-negro;
abierto-cerrado; arriba-abajo; día-noche; policía-ladrón; etc.
Un día, sin embargo, fui yo quien le dio una lección a mi
profesor. Una de aquellas palabras a las que debía poner el contrario fue
“nacer”. Instintivamente me salió como su contrario: “no nacer”. Cuando el
profesor corrigió el ejercicio me dijo que aquello estaba mal, que lo contrario
de “nacer” era “morir”. Pero yo le repliqué con el mayor de los convencimientos y le razoné así: “Lo
contrario de ‘nacer’ es ‘no nacer’ porque ‘morir’ es una consecuencia de nacer,
no su contrario”. El profesor quedó sorprendido por aquél razonamiento que le
hacía un niño de siete años e inmediatamente rectificó y le puso un “bien” a mi
respuesta.
Y es que yo nací con una imaginación desbordante y un
afán desmedido por la escritura. Así podréis seguir comprobándolo en esta
“Biblioteca Fisac”, al igual que en mi blog diario “AZprensa” y en todos los libros
que voy publicando en Amazon.
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