El homicidio es el acto por el cual quitamos la vida a otro
bien sea por acción u omisión, mientras que el asesinato es cuando esto se hace
con premeditación y alevosía. Por consiguiente la anécdota que voy a contar
aquí se refiere a un asesinato, en este caso el que yo cometí contra unas
indefensas almejas.
Era muy joven entonces y daba mis primeros pasos en el mundo
empresarial, descubriendo qué eran eso de las comidas de trabajo cuando los
proveedores –en agradecimiento a que contases con ellos- te invitaban a comer.
Aquél día, me habían invitado a comer los dos principales socios de una
imprenta con la que habitualmente trabajaba. El restaurante elegido era de
primera categoría y, por aquél entonces, yo no estaba muy acostumbrado a
frecuentar ese tipo de establecimientos, aunque sabía de su existencia.
Nos trajeron la carta y ellos se deshicieron en atenciones
para que todo estuviese a mi gusto, sin reparar en gastos, y me insistieron
para que eligiese los platos que más me gustasen. Yo siempre he sido de gustos
sencillos, pero tanto insistieron que –a pesar del alto precio que figuraba en
la carta- pedí unas almejas, pensando que se trataba de un plato de almejas a
la marinera o similar. ¡Cual no sería mi sorpresa cuando llegó el citado plato
y contemplé una docena de almejas... crudas y vivas para que me las comises
como si fuera un caníbal. Quedé horrorizado, pero me daba apuro decir que yo no
podía comerme ese plato, que no me gustaba, encima que era el más caro de todos
los que habíamos pedido.
Estaba en un callejón sin salida, dándole vueltas y sin
encontrar ninguna escapatoria, así que lo único que se me ocurrió fue lo
siguiente: Comencé a hablar sin parar y a contar todo tipo de cosas (yo que soy
un tipo bastante callado), incluso gesticulando mucho con los brazos, todo con
el objetivo de distraer su atención para que no reparasen en lo que estaba
haciendo... asesinar a las almejas antes de metérmelas en la boca. En efecto,
con el mayor de los disimulos, cogía el cuchilllo y se lo clavaba para
matarlas, y una vez muertas, me las metía en la boca para, casi sin masticar,
tragarlas. Pocas veces he pasado tanto apuro en un restaurante.
Huelga decir que desde entonces miro muy bien qué pone en la
carta, y si tengo alguna duda sobre cómo está cocinado el plato, pregunto al
camarero.
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