Cuando trabajaba en un laboratorio farmacéutico de Alcalá de
Henares solía ir al trabajo muchos días en el coche de mi compañero y amigo
Diego García Alonso. Eran más de 30 kilómetros de carretera, por lo que
solíamos turnarnos y unos días íbamos en su coche y otras en el mío; a veces,
también nos juntábamos tres o cuatro para compartir el coche. Pero en la
ocasión a que me refiero ahora sólo estábamos compartiendo el coche Diego y yo
durante una temporada.
A la ida aún no había amanecido y, desde San Fernando de
Henares hasta Alcalá de Henares, la carretera que antes era de dos carriles en
cada sentido, se transformaba en una carretera de tres carriles, uno en cada
sentido y el de en medio tan pronto servía para ir a Alcalá como para volver a
Madrid, con el consiguiente riesgo de accidentes que esto provocaba.
Un buen día me subí a su coche para emprender nuestro viaje
a Alcalá de Henares cuando noté en él algo diferente: llevaba gafas graduadas.
Le pregunté por la novedad y me explicó que había notado que veía mal, así que
decidió graduarse la vista y en efecto necesitaba gafas. ¿Qué si necesitaba
gafas? ¡Las hubiera necesitado mucho antes, y de haberlo sabido no hubiera
subido con él en su coche! Cuando llegamos a ese tramo peligroso de la
carretera, con un carril en medio que tan pronto servía para ir como para
venir, me dijo: “Mira esas farolas que hay allí a la derecha”. Miré y, efectivamente,
a unas decenas de metros había una larga fila de farolas encendidas. “Pues yo
me creía –continuó- que esas luces no eran de las farolas, sino que se trataba
de un cable muy largo que estaba iluminado”. ¡La sucesión de puntos luminosos
de las farolas las veía como una línea recta! No quise ni pensar cómo vería el
resto del tráfico y del paisaje. Tragué saliva y di gracias por seguir vivo y
por las gafas que acababa de estrenar.
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