A lo largo de mi vida he tenido muchos profesores de inglés
pero –salvo excepciones- las clases me han parecido muy aburridas porque por lo
general todo su empeño era que conociésemos bien la gramática, en vez de
centrarse en enseñarnos a entendernos con otras personas en ese idioma. Por
eso, siempre que he podido, he procurado aplicar mi imaginación y buen humor
para hacer las clases más llevaderas.
En este sentido, una de las cosas que solía hacer era
traducir nombres de cosas o ciudades al inglés, para sorpresa y risa de todos.
Por ejemplo, decía que yo había nacido en “Gives and honey” (Daimiel), que era
un pueblo de “Royal City” (Ciudad Real), muy próximo a “Blonded village of the
eyes” (Villarrubia de los ojos) y que para ir allí desde Madrid había que
desviarse en “Pencil harbour” (Puerto Lápice).
Con todo, lo más divertido y entrañable fueron las últimas
clases de inglés que di con una profesora particular que me puso la empresa. Yo
le planteé desde el principio que no quería saber nada de reglas gramaticales
sino sólo practicar conversación. Así, en ese lenguaje coloquial que
manteníamos se me ocurrió un día ponerme a mí mismo unos ejercicios que luego
al día siguiente corregiríamos en clase: la traducción al inglés de algunas de
mis poesías.
Fue así como aprendí un montón de inglés, porque traducir
una poesía no es sólo decir eso mismo en inglés, sino que hay que trasladar el
ritmo y la musicalidad del poema, y eso requiere un estudio mucho más amplio de
sinónimos y de diferentes formas de expresar una idea. Esa es, justo, la clave
para hablar bien en inglés: si no te sale la forma de expresar una idea, busca
de inmediato una forma alternativa que te permita decir lo mismo pero con
palabras diferentes.
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