Mi adjunto en ICI-Zeltia, Javier Cebrián, estaba en una
ocasión de viaje en Inglaterra en donde se habían alojado en un coqueto
hotelito tradicional al más puro estilo inglés. Una vez dejadas las cosas en
sus habitaciones, bajaron al hall para reunirse. Caminando por los intrincados
pasillos, Javier llegó a un entresuelo desde cuya barandilla se veía el hall en
donde ya estaban los demás compañeros esperando. Se saludaron y le dijeron que
bajase... y eso es lo que pensaba hacer Javier, pero... ¿dónde estaba la
puerta? En aquél entresuelo no se veía ninguna puerta, ninguna escalera, ningún
ascensor; sólo el pasillo que conducía a su habitación.
Confundido, decidió regresar por ese mismo pasillo, que era
la única salida posible, y esta vez se fue fijando bien por si había por allí
alguna puerta de acceso a la escalera, pero no, no encontraba ninguna puerta.
Volvió a salir al descansillo del entresuelo y a mirar atónito a sus
compañeros. ¡No sabía cómo bajar!
Sus compañeros le insistieron, él volvió a recorrer una vez
más el pasillo sin encontrar ninguna forma de salir de allí. Ya desesperado les
gritó desde lo alto que no sabía cómo bajar. Entonces uno de sus compañeros
habló con recepción para explicarle el problema... y por fin le transmitieron
la solución: la puerta de la escalera de bajada estaba justo detrás de él, pero
estaba empapelada con el mismo papel de flores que el resto del pasillo y eso
le había hecho de perfecto camuflaje. Y entonces sí que se fijó en la pared,
que antes le parecía toda igual, y distinguió un pestillo en la misma, el que
le daba acceso a su libertad.
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