Aquél fue un verano fantástico y eso que los días pasaron tan deprisa que se quedó corto para tantos planes como tenía. Tenía planes... pero no te tenía a ti, aún no te había conocido. Pero surgió de pronto la oportunidad de conocernos, el encuentro en aquella fiesta junto a la playa a la luz de la luna. Después, la luz del sol nos descubrió que todo cuanto habíamos soñado la noche anterior era más hermoso aún, y tus ojos desprendían una luz que me dejaba pegado a ti como una polilla junto a un farol nocturno.
A medida que nos fuimos conociendo descubrimos que la atracción inicial que sentimos se hacía más fuerte cada día. Pero llegó el final y debimos separarnos. ¡Qué tristeza aquella tarde!... Te acompañé a la pequeña estación de ferrocarril del pueblo y miramos nuestros ojos en silencio. Tenías que subir al tren y tu mano soltó la mía. Las luces de la estación brillaban ahora más en tus ojos y te ofrecí un pañuelo con la inicial de mi nombre grabada en azul en un extremo. Lo tomaste con cuidado y subiste con él al vagón, y ya dentro, desde la ventanilla, me diste el último adiós y me enviaste tu último beso.
¿Qué pasó después? ¿Hubo cartas? ¿Alguna llamada? Bueno, creo que sí, que una vez te llamé y estabas ocupada o algo así me dijeron. La decepción anegó mi deseo. No insistí más. No eran, como ahora, los años de los móviles, de Internet, de Whats up... eran tiempos más románticos de pedir conferencias a la teleoperadora y esperar muchos minutos a que se estableciera la llamada, eran tiempos de cartas escritas en papel en un sobre y con un sello, eran tiempos del pasado, ese lugar que almacena los recuerdos.
Después pasaron muchos años, pasaron muchas risas y también algunos duelos. Y por pasar, pasé un buen día por el centro de la ciudad y las luces de un local me atrajeron. Eran cuadros, de paisajes, de momentos, del color de los recuerdos. Sin nada más que hacer entré en la galería y disfruté del colorido intenso, de la perspectiva, de los trazos sueltos, de paisajes y ciudades, y... de pronto, el silencio y un tam tam que golpeó mi pecho. Mis ojos se posaron en un cuadro y el corazón bombeó sangre a presión por todo el cuerpo. Era la despedida de dos amantes, ella en el tren, él abajo un poquito más lejos. Tras el cristal de la ventanilla del vagón ella sostenía en alto un pañuelo, pero no era un pañuelo cualquiera, era... el que yo te entregué aquél día. ¡Podía verse mi inicial grabada en azul en un extremo! ¡Eras tú! ¡Era yo! ¡Éramos tú y yo en aquél mágico momento!
Me acerqué a una mesa para pedir información sobre el pintor capaz de recrear con tal precisión aquél instante inolvidable que se grabó tan dentro. Una mujer que estaba allí, rodeada de programas y proyectos, se giró y me miró intrigada. “¿Quién es este pintor? Me gustaría contactar con él?”, le pregunté. “Soy yo”, respondió ella.
¡No podía ser verdad! ¡Era ella, convertida en pintora de éxito! ¡Y allí estaba yo, jubilado disfrutando de mi tiempo! Nos quedamos en silencio. Nos miramos a los ojos y en el fondo de las pupilas se descorrió el tiempo. Unas lágrimas asomaron tímidamente a nuestros ojos... Entonces ella sacó un pañuelo. “Es tuyo”, me dijo. Y el mundo volvió a girar de nuevo.
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