Esta anécdota verídica es bastante escatológica, así que al
quien no le guste el humor marrón, que no la lea. Todo sucedió hace unos años
cuando trabajaba en AstraZéneca, ya instalados en el nuevo edificio de Parque
Norte. En una de las habituales y maratonianas reuniones del Comité de
Dirección, uno de los directores (no diré su nombre por si le da apuro
reconocerlo) hizo una peculiar propuesta. Hay que decir que en dichas reuniones
había un orden del día con los asuntos más importantes a debatir, pero siempre
al final se dejaba el apartado de “otros asuntos” para que cada cual pudiese
plantear lo que quisiese.
Pues bien, en esta ocasión el citado director pidió que se
estudiase la posibilidad de cerrar los habitáculos de los váteres porque, al
estar abiertos por arriba, resultaba muy violento tirarse pedos o soltar con
estrépito unas heces blandas junto con un peculiar acompañamiento musical, como
sucede a veces. Decía que esos servicios eran compartidos por todo el personal
masculino, tanto directores como empleados, y que al terminar la faena era muy
frecuente encontrate al vecino de váter mientras uno u otro se lavaba las
manos, y si la faena había sido ruidosa, la situación resultaba violenta.
La exposición de esta petición fue acompañada, lógicamente,
del correspondiente jolgorio y bromas al efecto... pero el presidente, hombre
sencillo y directo, dijo que no era para tanto; vamos, vino a decir que todos
somos seres humanos e iguales ante el váter, y por consiguiente no se iba a
meter en gastos de albañilería para silenciar esos ruidos.
Todo quedó en la recomendación de tirar de la cadena para
enmascarar esos ruidos cuando fuesen a producirse. Y desde entonces seguro que
debió aumentar el consumo de agua porque cada vez que estabas sentado en el
trono, era frecuente escuchar cómo en el váter de al lado tiraban de la cadena
varias veces para disimular.
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