Muchos de los grandes inventos se han debido al azar, a la pura chiripa o a la serendipia (como dirían los más eruditos, o sea, los rebuscados y pretenciosos). Sin embargo otros grandes inventos se han debido al trabajo incansable en busca de un sueño que, por fin, tras años y años de trabajo y sudor, se hacía realidad. En este último grupo se encuadraría un invento revolucionario: la goma de borrar.
¿Y por qué digo revolucionario? Porque pasaron casi dos siglos entre el invento del lápiz y el invento de la goma de borrar. ¿Qué hicieron durante esos dos siglos –se preguntarán ustedes- todos los que usaban el lápiz y cometían un error que querían rectificar? Pues muy sencillo, ir a la panadería. Efectivamente, no había más solución que usar miga de pan para borrar los errores cometidos con el lápiz. Sin embargo, esta no era una buena solución, ya que obligaba a comprar pan todos los días. Según descubrieron, la miga –pasados varios días- se convertía en mendrugo y lo único que conseguían entonces era romper el papel y llenar el suelo de migas para regocijo de las hormigas.
El invento de la goma de borrar se atribuye a Charles Goodyear, el inventor de las llantas (hoy día son sobradamente conocidos los neumáticos Goodyear, unos neumáticos –por cierto- que no sirven para borrar lo escrito con un lápiz, aparte de la incomodidad que supone llevar siempre al hombro un neumático para tales menesteres).
Pues, como digo, este inventor nos abrió el futuro con la goma de borrar que nos ha permitido desde entonces corregir nuestro errores (algo tan milagroso, casi, como la confesión). No obstante llegar a la fórmula definitiva fue muy laborioso. Al principio, cuando probaba los primeros tipos de goma vulcanizada para borrar y estos no funcionaban, es decir, no borraban, no había problema, allí estaban las cuartillas escritas con la fórmula y el proceso de fabricación seguido para indicar que ese no era el camino. Pero cuando, al fin, encontró la fórmula correcta, comprobó que funcionaba al ver cómo borraba lo que había escrito. Total, otra vez a empezar. Y así, cada vez que llegaba a la fórmula correcta y la probaba, borraba lo que había escrito, una y otra vez. Sin duda, tuvo que repetir muchas veces ese proceso, hasta que finalmente consiguió aprendérselo de memoria. Solo así pudo comprobar que efectivamente borraba, pero –como también lo había memorizado- pudo escribirlo otra vez y dejarnos ese legado glorioso a la humanidad (para disgusto de panaderos y hormigas).
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