viernes, 2 de septiembre de 2011

EL TIOVIVO

Hoy cedo este espacio a mi amigo Pedro Fuentes, quien nos cuenta una curios historia tan real como la vida misma.

EL TIOVIVO
Autor: Pedro Fuentes

Esta historia ocurrió allá por mediados de los 50, en un pueblo de unos de unos 1.800 habitantes y que en aquellos tiempos vivía mayoritariamente de la agricultura y que estaba situado a unos 18 km de una capital de provincias pequeña (omito el nombre para que no sirva de escarnio entre las poblaciones cercanas).

El protagonista de este relato, se llamaba Anselmo, hijo de un agricultor, sus ideas no eran seguir viviendo toda la vida de un trabajo tan duro y sacrificado, por lo cual por su mente discurrían ideas para montar algún negocio.

Ocurrió que siendo las fiestas de la capital de la provincia, fue allí para divertirse. Dando vueltas por la feria, se paró delante de un tiovivo no muy grande, con sus caballitos que giraban y subían y bajaban al compás de una música llamativa y monótona pero alegre.

Anselmo vio que subían muchas personas, padres con niños, parejas y algún grupo de chicos y chicas. Casi cada vez, el lleno era absoluto, miró el precio, lo multiplicó por las personas que subían, vio que muchos repetían, calculó lo que podían gastar de luz… en fin, preguntó, se informó del fabricante e incluso supo de alguno que se vendía de segunda mano, y como tenía algunos ahorros pensó que con una financiación podría comprarlo (al fin y al cabo tenía tierras para poder ofrecer garantías).

Lo consultó con su padre, a éste no le supo muy bien, pero, Anselmo era su único hijo, él ya era mayor y pensó que mejor eso a que cansado del trabajo de agricultor, se marchase; además, si salía mal, quizás el dinero perdido le haría afianzarse más en el trabajo de la tierra.

Anselmo tenía hasta el sitio perfecto, casi al lado de la plaza Mayor, su abuelo les había dejado una casa ruinosa y que tenía el solar lo suficientemente grande como para montar su feria particular. Tiró lo que quedaba de ruinas, acondicionó el terreno, pidió los permisos y empezó los trámites de la compra del tiovivo. Empezaría por uno de segunda mano que le daba garantías y luego, según cómo fuese, quizás hasta podría ampliar el negocio.

La inauguración iba a ser a principios de Junio y como aquello, para el pueblo, era un acontecimiento, Anselmo invitó a todas “las fuerzas vivas” del pueblo. Allí estaba el alcalde, el cabo de la guardia civil, el cura, el médico, la maestra, la hija del farmacéutico (ya que éste era muy mayor y su hija ya había acabado la carrera y lo iba a sustituir al mando de la farmacia)...

Eran las cinco de la tarde de un día muy caluroso para el tiempo en que estaban, cuando todos ellos se reunieron en el solar que ya no aparecía yermo. Una valla verde de madera lo rodeaba, una parte estaba plantada de césped y alrededor, por dentro de la valla, la madre de Anselmo había puesto su toque femenino plantando unas flores.

Se había acercado al evento casi todo el pueblo, incluso algún vecino del pueblo de al lado, más pequeño pero que tenía una central eléctrica que daba luz a varios pueblos del contorno y del cual dependían para la energía.

Para la inauguración, el alcalde, D. José diría primero unas palabras, luego pasaría D. Francisco, el cura, a bendecir las instalaciones, luego todas las autoridades subirían a los caballitos y darían unas vueltas, para finalmente el público en general, subir previo pago de la entrada correspondiente.

Los caballitos tenían alrededor un toldo que bajaba y cubría todo el tiovivo y lo protegía de las inclemencias del tiempo y que estaba bajado hasta el discurso del Sr. Alcalde. Este, dirigiéndose a la concurrencia, les habló de los años de progreso que esperaban a todas las poblaciones de España gracias al Caudillo que dirigía los destinos del país. Alabó la actitud emprendedora que había llevado a Anselmo a ser precursor de la industria del pueblo y había abierto la puerta del turismo en aquella magnífica villa que él tenía el placer de dirigir. Al grito de Viva Franco y arriba España, Anselmo, que sujetaba las cuerdas del toldo, tiró de ellas y lo subió, dejando al descubierto el tiovivo resplandeciente, con unas barras que brillaban con el sol de la tarde y unos caballos de todos los colores.

El señor cura, un orondo personaje de unos cincuenta y cinco años de edad, se acercó al tiovivo, le hizo señas a un monaguillo escuálido de unos 14 años y éste le acercó la estola que se puso encima del alba que ya llevaba. El monaguillo sujetó el acetre con su mano izquierda y le acercó a D. Francisco el hisopo, éste lo cogió, lo introdujo en el recipiente y sacudiéndolo sobre los caballitos dijo: in nomine patri et fili… cuando hubo terminado, Anselmo pidió a los presentes que se subieran para dar una vuelta de honor.

D. José, el alcalde, con buen criterio, dijo a Anselmo y a los demás invitados: “Yo creo que no es conveniente que subamos, delante de todo el pueblo; me parece que seremos pasto de las risotadas del personal”. Todos asintieron menos el monaguillo que se aferraba al cura y que estaba viendo que iba a perderse lo mejor. Anselmo, hombre de negocios y de mundo, viendo que se le terminaría el acto en un momento contestó: “No, Sr. Alcalde, está todo previsto, como han visto Uds. hay un toldo que cubre todo el artilugio, así que cuando ustedes estén en la plataforma, yo bajaré el toldo, suben a los caballitos, y cuando hayan dado unas vueltas, cuando bajen, subiremos de nuevo el toldo y haremos que la gente aplauda”. “Bueno, si es así, sea por el progreso”, dijo el Alcalde y todos asintieron, menos el monaguillo que quería pasar lo más desapercibido posible no fuese a quedarse en tierra.

Todos subieron a la plataforma, bajó el toldo y se subieron a los caballitos, primero el alcalde, luego el sacerdote, a continuación el cabo de la guardia civil, la farmacéutica (a quien gustaba el médico joven, recién llegado al pueblo), se subió delante de él tomando pose de experta amazona, después se montó la joven maestra, también recién llegada y en su primer año en el cargo, subió luego el monaguillo, con los bártulos de la bendición y procurando que no se le viese.

A la voz de “¡Adelante!”, dicha por el cabo, que ya había visto al monaguillo y al que estuvo a punto de descabalgar pero no le dio tiempo, el tiovivo se puso en marcha.

Había dado el artilugio siete vueltas, cuando Anselmo oyó la débil voz del alcalde que decía: “¡Anselmo, ya vale!”. Anselmo, presto a obedecer la orden, se acercó a la palanca del freno y, quizás por los nervios, a lo peor por una mala instalación, se quedó con el hierro en las manos y aquello no frenó. Se dirigió a donde estaba el interruptor general y no lo encontró, eso fue porque con las prisas del montaje y por falta de luz habían hecho un tendido provisional y directo. Nadie había para dar órdenes, las personas que lo habrían podido hacer estaban todas atrapadas en un aparato que a falta de freno, la inercia iba acelerando. Ya llevaban como unas treinta vueltas cuando se oyó al cura que gritaba “¡por Dios, que paren esto!”. A la vuelta cuarenta el Guardia Civil gritó “¡¡Paren esto o fusilo a alguien!!”.

Anselmo, desesperado, sudando, manchado de grasa, no sabía qué hacer, a punto del llanto oyó a su padre que le dijo “coge el Land Rover y vete a la Central y que corten la luz”. Anselmo, una vez más, se tuvo que rendir a la sabiduría de su padre. Cogió el coche y salió a lo que daba de sí. Pasaban de las cien vueltas cuando llegó a dar la orden de corte de energía eléctrica; luego, a la misma velocidad, bajó para poder subir la lona.

Cuando al fin izó el toldo, el espectáculo fue dantesco: el Sr. Alcalde estaba a los pies de su caballito vomitando; el cura se encontraba arrodillado sobre los talones, detrás de su caballo, rezando y llorando; el cabo se mantenía erguido sujetándose a la barra de su caballo, en sus pantalones se notaba que sus esfínteres no le obedecían; el médico, bastante desmejorado, arrodillado al lado de la farmacéutica que estaba tendida y desmayada, le daba aire; la maestra, fiel a su magisterio, se había abrazado al caballo y estaba medio inconsciente pero enseñando todo su muslamen (por cierto, digno de ver). El único jinete que se encontraba erguido era Ricardito el monaguillo, que se estaba echando un trago largo de agua bendita.

El pueblo, pese a los años pasados sigue riendo. Anselmo no ha vuelto de Alemania ni de vacaciones, la farmacéutica se casó con el médico, al cura lo enviaron a otro pueblo, el cabo solicitó traslado, el alcalde se retiró de la política y vive de las rentas, la maestra se casó con un rico terrateniente del pueblo de al lado, y Ricardito se fue a Madrid a estudiar y no se ha vuelto a saber gran cosa de él.

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