Capítulo
3.- El sacrificio
El
verano de 1936 llegó a Daimiel con un sol abrasador, pero con una calma
aparente que escondía la tormenta que se avecinaba. Pepe, ya un militar
respetado, había llevado a sus hijos, Consuelo y Paco, a pasar las vacaciones
en la casa familiar de Daimiel, como era su costumbre. La vivienda, sencilla
pero llena de recuerdos, era un refugio donde Consuelo, ahora de dieciséis
años, y Paco, de catorce, disfrutaban de la compañía de sus tíos y primas.
Consuelo, con su inteligencia despierta, ayudaba a sus primas con las tareas
domésticas, mientras Paco, soñador y curioso, exploraba los campos manchegos
con sus primos.
Pero
el 18 de julio, el mundo que conocían se fracturó. La Guerra Civil estalló con
una violencia que recorrió España como un relámpago. Daimiel, un pueblo
tranquilo, se vio envuelto en el caos de los dos bandos enfrentados. Pepe, como
militar leal al ejército, se convirtió en un objetivo inmediato para las
fuerzas republicanas locales, que sospechaban de cualquiera con un uniforme.
Sin tiempo para reaccionar, fue arrestado y llevado a una improvisada prisión
en el pueblo.
Consuelo,
con la valentía que había heredado de su padre, no se quedó de brazos cruzados.
A sus dieciséis años, recorrió Daimiel buscando aliados, hablando con vecinos y
autoridades locales, suplicando por la liberación de Pepe. Pero sus esfuerzos
chocaban contra un muro de miedo y desconfianza. La guerra había desatado una
fiebre de sospechas, y nadie quería arriesgarse por un militar. Paco, más joven
pero igual de decidido, la acompañaba en silencio, apretando los puños cada vez
que una puerta se cerraba ante ellos.
Una
noche, un grupo de milicianos republicanos visitó a Pepe en su celda. Le
ofrecieron un trato: unirse a su bando, traicionar sus juramentos y sus
ideales, a cambio de su vida. Pepe, con la misma calma que había enfrentado el
tifus años atrás, los miró a los ojos.
—Soy militar —dijo, su voz firme a pesar de la fatiga—. No desertaré de mi ejército ni de lo que creo.
Los milicianos, impacientes, le dieron un ultimátum, pero Pepe no cedió.
Días
después, en una madrugada fría, lo sacaron de la celda y lo llevaron al término
municipal de Torralba de Calatrava. En un descampado, bajo un cielo sin
estrellas, le preguntaron si quería que le vendaran los ojos.
—No —respondió, erguido, con la dignidad de quien sabe que su hora ha llegado—. Soy militar.
El eco de los disparos resonó en la noche, y Pepe cayó en una cuneta, su vida segada por la guerra que dividía a España.
Un
vecino de Daimiel, que por casualidad pasaba por el lugar, reconoció el cuerpo
y corrió a avisar a la familia. Vicente, el tío de Consuelo y Paco, organizó el
traslado del cadáver al cementerio, donde fue enterrado con una ceremonia
breve, marcada por el silencio y el dolor. Consuelo, con los ojos secos pero el
corazón roto, y Paco, que por primera vez parecía más hombre que niño, se
aferraron el uno al otro. A sus dieciséis y catorce años, se habían quedado
huérfanos, solos en un mundo que se desmoronaba.
La
guerra seguía rugiendo, pero en Daimiel, la casa familiar se convirtió en un
refugio de luto. Consuelo y Paco, con la memoria de su padre como un faro,
sabían que debían seguir adelante, aunque el camino estuviera lleno de sombras.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac
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—Soy militar —dijo, su voz firme a pesar de la fatiga—. No desertaré de mi ejército ni de lo que creo.
Los milicianos, impacientes, le dieron un ultimátum, pero Pepe no cedió.
—No —respondió, erguido, con la dignidad de quien sabe que su hora ha llegado—. Soy militar.
El eco de los disparos resonó en la noche, y Pepe cayó en una cuneta, su vida segada por la guerra que dividía a España.
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