martes, 21 de octubre de 2025

La fuerza de la familia (3. El sacrificio)

Capítulo 3.- El sacrificio

 
El verano de 1936 llegó a Daimiel con un sol abrasador, pero con una calma aparente que escondía la tormenta que se avecinaba. Pepe, ya un militar respetado, había llevado a sus hijos, Consuelo y Paco, a pasar las vacaciones en la casa familiar de Daimiel, como era su costumbre. La vivienda, sencilla pero llena de recuerdos, era un refugio donde Consuelo, ahora de dieciséis años, y Paco, de catorce, disfrutaban de la compañía de sus tíos y primas. Consuelo, con su inteligencia despierta, ayudaba a sus primas con las tareas domésticas, mientras Paco, soñador y curioso, exploraba los campos manchegos con sus primos.
 
Pero el 18 de julio, el mundo que conocían se fracturó. La Guerra Civil estalló con una violencia que recorrió España como un relámpago. Daimiel, un pueblo tranquilo, se vio envuelto en el caos de los dos bandos enfrentados. Pepe, como militar leal al ejército, se convirtió en un objetivo inmediato para las fuerzas republicanas locales, que sospechaban de cualquiera con un uniforme. Sin tiempo para reaccionar, fue arrestado y llevado a una improvisada prisión en el pueblo.
 
Consuelo, con la valentía que había heredado de su padre, no se quedó de brazos cruzados. A sus dieciséis años, recorrió Daimiel buscando aliados, hablando con vecinos y autoridades locales, suplicando por la liberación de Pepe. Pero sus esfuerzos chocaban contra un muro de miedo y desconfianza. La guerra había desatado una fiebre de sospechas, y nadie quería arriesgarse por un militar. Paco, más joven pero igual de decidido, la acompañaba en silencio, apretando los puños cada vez que una puerta se cerraba ante ellos.
 
Una noche, un grupo de milicianos republicanos visitó a Pepe en su celda. Le ofrecieron un trato: unirse a su bando, traicionar sus juramentos y sus ideales, a cambio de su vida. Pepe, con la misma calma que había enfrentado el tifus años atrás, los miró a los ojos.
—Soy militar —dijo, su voz firme a pesar de la fatiga—. No desertaré de mi ejército ni de lo que creo.
Los milicianos, impacientes, le dieron un ultimátum, pero Pepe no cedió.
 
Días después, en una madrugada fría, lo sacaron de la celda y lo llevaron al término municipal de Torralba de Calatrava. En un descampado, bajo un cielo sin estrellas, le preguntaron si quería que le vendaran los ojos.
—No —respondió, erguido, con la dignidad de quien sabe que su hora ha llegado—. Soy militar.
El eco de los disparos resonó en la noche, y Pepe cayó en una cuneta, su vida segada por la guerra que dividía a España.
 
Un vecino de Daimiel, que por casualidad pasaba por el lugar, reconoció el cuerpo y corrió a avisar a la familia. Vicente, el tío de Consuelo y Paco, organizó el traslado del cadáver al cementerio, donde fue enterrado con una ceremonia breve, marcada por el silencio y el dolor. Consuelo, con los ojos secos pero el corazón roto, y Paco, que por primera vez parecía más hombre que niño, se aferraron el uno al otro. A sus dieciséis y catorce años, se habían quedado huérfanos, solos en un mundo que se desmoronaba.
 
La guerra seguía rugiendo, pero en Daimiel, la casa familiar se convirtió en un refugio de luto. Consuelo y Paco, con la memoria de su padre como un faro, sabían que debían seguir adelante, aunque el camino estuviera lleno de sombras.
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac
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