Capítulo
2.- El peso de la pérdida
El
verano de 1915 se alargaba en Granada, y la casa de los Rodríguez Lozano se
había convertido en un refugio de lucha y esperanza. Josefa, la niñera, iba y
venía con una determinación silenciosa, mientras sus hijos, Consuelo y Paco,
jugaban ajenos al drama que se desarrollaba en el dormitorio de sus padres.
Pero la enfermedad no cedía. Carmen, cuya risa una vez llenaba la casa, se
apagaba bajo el peso del tifus. Sus mejillas, antes rosadas, estaban ahora
pálidas como la cera, y sus manos temblaban al intentar aferrarse a la vida.
La
noticia de la enfermedad llegó hasta Daimiel, y Vicente, el hermano mayor de
Pepe, no dudó en actuar. Propietario de una fábrica de aceite de orujo heredada
de su padre, Vicente era un hombre práctico, de pocas palabras pero de acción
decidida. Delegó en otras manos su negocio y viajó a Granada, con la
determinación de salvar a su familia. Al llegar, encontró a Pepe luchando por
recuperarse y a Carmen al borde del abismo. La presencia de Vicente trajo un
poco de orden al caos: organizó las tareas de la casa, aseguró que Josefa
tuviera lo necesario y, en los momentos más oscuros, sostuvo la mano de su
hermano.
Pepe,
aunque débil, comenzaba a mostrar signos de mejoría. La fiebre cedía por
momentos, y su espíritu militar lo mantenía firme. Pero Carmen no tuvo la misma
suerte. A los pocos días de la llegada de Vicente, una noche de agosto, su
cuerpo agotado se rindió. No había llegado a los treinta años, y su partida
dejó un silencio que pesaba más que el calor. Pepe, postrado aún, recibió la
noticia con una resignación que ocultaba un dolor inmenso. No hubo llantos ni
lamentos; solo un asentimiento callado, como si aceptara una orden inevitable
del destino.
Vicente
se encargó de los arreglos fúnebres, mientras Josefa mantenía a Consuelo y Paco
ocupados con cuentos y juegos, protegiéndolos del peso de la tragedia. La
pequeña Consuelo, con sus cuatro años, preguntaba por su madre, y Josefa, con
el corazón roto, le hablaba de ángeles y estrellas para suavizar la verdad.
Paco, demasiado pequeño, solo percibía la ausencia en las miradas tristes de
los mayores.
Cuando
Pepe recuperó las fuerzas, algo en él había cambiado. La chispa juguetona de
sus ojos se apagó, reemplazada por una determinación férrea. Juró dedicarse por
entero a sus hijos y a su carrera militar. Granada, con sus recuerdos amargos,
ya no podía ser su hogar. Aceptó un nuevo destino en Cádiz, una ciudad luminosa
junto al mar, donde esperaba que el aire salado sanara las heridas de su familia.
En
Cádiz, Pepe se convirtió en un padre ejemplar. Aunque tenía dos personas a su
servicio para ayudar con la casa, él mismo llevaba a Consuelo y Paco de paseo
por la Alameda Apodaca, les compraba helados en la Plaza de Mina y supervisaba
sus tareas escolares con una paciencia que contrastaba con su disciplina
militar. Consuelo, con su carácter despierto, empezaba a mostrar una
inteligencia vivaz, mientras Paco, más inquieto, soñaba con aventuras en alta
mar. La vida, aunque marcada por la ausencia de Carmen, comenzaba a encontrar
un nuevo ritmo.
Pero
en el fondo, Pepe sabía que la paz era frágil. Los ecos de la tragedia en
Granada lo seguían, y en Cádiz, mientras paseaba con sus hijos bajo el sol,
sentía que el destino aún guardaba pruebas por venir.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon: https://www.amazon.com/author/fisac
“Médico, periodista y poeta”: https://www.amazon.es/dp/1706950551
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