martes, 14 de octubre de 2025

El milagro del teatro (1)

Adrián se dejó caer en la butaca al fondo del teatro, el cuaderno apretado contra su regazo como si fuera un ancla en medio de una tormenta. El ensayo general de “El eco de otro yo” estaba en pleno apogeo, y el escenario, bañado en una luz tenue y dorada, parecía vibrar con una energía propia. Las voces de los actores resonaban, entretejiendo las palabras que él había escrito en noches de insomnio, cuando la oscuridad parecía susurrarle verdades que no quería escuchar. Cada línea, cada pausa, cada mirada entre los personajes era como un latido que reverberaba en su pecho, desenterrando emociones que había enterrado bajo capas de rutina y miedo.
 
Elena, en el centro del escenario, recitaba con una intensidad que cortaba el aire. Su voz, clara pero cargada de un peso casi sobrenatural, llenaba el espacio:
—No eres solo el que vive, ni el que sueña. Eres también el que elige. El tercero, el que decide qué reflejo mostrar al mundo. Pero para elegir, primero debes mirar. Mirar de verdad. 
 
Las palabras golpearon a Adrián como un eco de su propia alma. Sus manos temblaron ligeramente, y el cuaderno se deslizó un poco sobre su regazo. Cerró los ojos, intentando bloquear la avalancha de pensamientos que lo asaltaban. La sombra en el espejo, la voz que lo perseguía desde el ático, las notas en tinta roja que aparecían en su cuaderno como si alguien más las hubiera escrito… todo eso no eran más que fragmentos de él mismo. Lo entendía ahora, con una claridad que dolía. No había fantasmas externos, no había presencias acechantes. La sombra, la voz, el “tercer yo” eran él: sus miedos, sus culpas, sus anhelos reprimidos, todo lo que había evadido durante años, escondido tras la fachada de un hombre que escribía historias para no tener que vivir la suya.
 
Abrió los ojos y miró el escenario. Elena seguía actuando, su figura iluminada por un foco que parecía hacerla brillar como un faro en la tormenta. Clara, la directora, estaba de pie cerca del borde del escenario, con la carpeta de la obra en la mano, dando indicaciones precisas pero con una suavidad que revelaba su propia conexión con la historia. Adrián sintió una punzada de gratitud hacia ella. Clara había creído en él, incluso cuando él mismo no lo hacía. Había insistido en que volviera, en que enfrentara la obra, en que no huyera esta vez. Y ahora, sentado allí, con el peso del cuaderno en sus manos y las palabras de Elena resonando en su cabeza, empezaba a entender por qué.
 
El ensayo continuó, y cada escena era como un espejo que reflejaba una parte de Adrián que había intentado ignorar. Recordó las noches en el ático, cuando el espejo de su habitación parecía vacío, pero no del todo; cuando la sombra que veía no era suya, o al menos eso creía entonces. Ahora sabía que esa sombra era él, el Adrián que no se atrevía a enfrentar. Las notas en el cuaderno, escritas en una tinta roja que sangraba en las páginas, eran su propia voz, suplicándole que mirara, que reconociera lo que llevaba dentro. El escenario es un espejo. Lo que ves en él es lo que eres. La frase, escrita en una página al azar, lo había perseguido como un mantra, y ahora, en el teatro, cobraba sentido.
 
La obra no era solo una historia. Era un reflejo de su alma, pero también de algo más grande, algo universal. Hablaba de la lucha interna de cada persona, de la necesidad de mirar más allá de lo material, de lo efímero, de las cosas que nos atan al mundo físico y nos hacen olvidar quiénes somos en realidad. Adrián sintió una lágrima deslizarse por su mejilla, y no la limpió. Por primera vez, no sintió vergüenza de su vulnerabilidad. La obra era su confesión, su redención, su ofrenda al mundo. Era una semilla, una chispa que podía encender algo en los corazones de quienes la vieran, que podía despertar palabras olvidadas: gracias, perdón, cariño, comprensión, ayuda, solidaridad, escucha, apoyo. Palabras que había enterrado bajo el peso de su propia soledad.
 
Cuando el ensayo terminó, el silencio en el teatro fue casi ensordecedor. Los actores se detuvieron, jadeando ligeramente, con el brillo del esfuerzo y la emoción en sus rostros. Clara aplaudió, su entusiasmo rompiendo la quietud, y los demás se unieron, llenando el espacio con un aplauso cálido, vivo. Adrián no se movió. Sus ojos estaban fijos en el escenario, en el espejo que aún colgaba al fondo, ahora apagado, sin sombras, sin reflejos. Por primera vez, no sintió miedo al mirarlo. Solo sintió… paz.
 
Clara se acercó a él, su paso firme pero su expresión suave, casi maternal.
—¿Y bien, Adrián? —preguntó, inclinándose ligeramente para mirarlo a los ojos—. ¿Qué te pareció? ¿Estamos listos para el estreno? 
Él levantó la vista, y algo en su mirada hizo que Clara se detuviera. Por un momento, no fue el Adrián pálido, agotado, perdido en sus propios laberintos. Había una chispa en sus ojos, una determinación que no había estado allí antes.
—Estamos listos —dijo, su voz baja pero firme, cargada de una convicción que lo sorprendió incluso a él mismo—. Pero no es solo por el estreno, Clara. Esta obra… tiene que salir al mundo. Tiene que llegar a la gente.  Clara parpadeó, sorprendida por la intensidad de sus palabras.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, sentándose a su lado, como si presintiera que lo que venía era importante. 
Adrián respiró hondo, buscando las palabras, aunque sabía que ninguna sería suficiente para expresar lo que sentía.
—Es más que teatro. Es… una verdad. Una verdad sobre nosotros, sobre lo que somos cuando nos quitamos las máscaras, cuando dejamos de escondernos detrás de lo que creemos que importa. —Hizo una pausa, su mirada perdida en el escenario vacío—. Todo este tiempo, pensé que la sombra, la voz, ese otro yo eran algo externo, algo que me perseguía. Pero no. Era yo. Siempre fui yo. Y esta obra… es mi manera de decirlo, de compartirlo. De plantar una semilla. 
Clara lo miró en silencio, sus ojos brillando con una mezcla de sorpresa y admiración.
—Nunca te había oído hablar así —dijo finalmente, su voz suave—. Siempre supe que esta obra era especial, pero… ahora lo entiendo. Es tuya, Adrián. Es tu alma en el escenario. 
 
Elena, que había estado recogiendo sus cosas al otro lado del teatro, se acercó lentamente. Su presencia era como un imán, y Adrián sintió esa conexión extraña, casi mística, que había percibido desde el primer día. Ella se detuvo frente a él, su trenza cayendo sobre un hombro, sus ojos oscuros buscando los suyos.
—Sabía que lo entenderías —dijo, su voz baja, casi un susurro—. Lo sentí desde que leí el guion. No es solo una obra. Es un espejo, Adrián. Y no todos están listos para mirarse en él. Pero tú lo hiciste. 
 
Las palabras de Elena lo golpearon con una fuerza que lo dejó sin aliento. Por un momento, sintió que ella veía a través de él, que conocía cada rincón de su alma, cada herida, cada esperanza. Asintió, incapaz de hablar, pero agradecido por su presencia, por su comprensión. 
 

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