El
día del estreno llegó como un torbellino. El teatro estaba lleno, el aire
cargado de expectación. Adrián se quedó en la penumbra, al fondo, como siempre,
observando desde las sombras. Pero esta vez no era un escondite. Era su lugar,
el lugar desde donde podía ver cómo su verdad cobraba vida. Cuando el telón se
alzó y las primeras palabras resonaron, sintió un nudo en la garganta. Cada
escena era un pedazo de él, pero también un regalo para el mundo. Vio rostros
en el público: algunos conmovidos, con lágrimas brillando en los ojos; otros
incómodos, como si las palabras los obligaran a enfrentar algo que preferían
ignorar; otros absortos, atrapados por la magia del escenario.
Cuando
llegó la escena final, la voz de Elena llenó el teatro con una intensidad que
parecía trascender el espacio físico:
—Mírate. No al espejo, no a la sombra. Mírate a ti. Porque lo que eres, lo que eliges ser, es lo único que importa. Ese otro yo no es un extraño. Es el que siempre estuvo ahí, esperando que lo reconozcas.
El
silencio que siguió fue profundo, casi sagrado. Y luego, el aplauso estalló, un
rugido que envolvió a Adrián como una ola. Pero no se unió. Cerró los ojos,
dejando que el sonido lo atravesara, dejando que llenara los espacios vacíos de
su alma. La semilla estaba plantada. No sabía cuántos la recogerían, cuántos se
detendrían a mirar dentro de sí mismos, a redescubrir esas palabras olvidadas:
gracias, perdón, cariño, comprensión, ayuda, solidaridad, escucha, apoyo. Pero
con que uno solo lo hiciera, sería suficiente.
Salió
del teatro al aire fresco de la noche, el cuaderno en su mochila, ahora ligero,
como si hubiera soltado un peso que llevaba años cargando. La ciudad brillaba a
su alrededor, las luces reflejándose en los charcos de la calle, pero por
primera vez, no buscó sombras en los reflejos. No escuchó la voz. Solo sintió
una calma profunda, como si el mundo, por un momento, estuviera en paz. Caminó por las calles, dejando que el viento
le acariciara el rostro. Recordó a la mujer joven en el parque, corriendo con
su perro, y la envidia que había sentido por esa simplicidad. Ahora, sin
embargo, no había envidia. Había gratitud. Gratitud por haber encontrado su
verdad, por haberla compartido, por haber dado un paso hacia la luz, aunque
fuera pequeño.
La
obra seguiría, noche tras noche, y con cada representación, la semilla se
esparciría un poco más. Algunos la ignorarían, otros la pisotearían sin darse
cuenta. Pero algunos, tal vez solo unos pocos, la recogerían. Y en ellos, algo
cambiaría. Una palabra amable, un gesto de perdón, una mano extendida. Y eso,
supo Adrián, era suficiente. Se detuvo
bajo un farol, abrió el cuaderno por una página en blanco y, por primera vez en
mucho tiempo, escribió. No en tinta roja, no con miedo, no con dudas. Escribió
con su propia mano, con su propia voz: Gracias. Por el espejo. Por la sombra.
Por mí. Cerró el cuaderno y siguió
caminando, con el corazón más ligero, sabiendo que ese otro yo había dejado de
ser un extraño. Era él. Y siempre lo sería.
Una Biblioteca que abarca todos los géneros…
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—Mírate. No al espejo, no a la sombra. Mírate a ti. Porque lo que eres, lo que eliges ser, es lo único que importa. Ese otro yo no es un extraño. Es el que siempre estuvo ahí, esperando que lo reconozcas.
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