miércoles, 15 de octubre de 2025

El milagro del teatro (y 2)

El día del estreno llegó como un torbellino. El teatro estaba lleno, el aire cargado de expectación. Adrián se quedó en la penumbra, al fondo, como siempre, observando desde las sombras. Pero esta vez no era un escondite. Era su lugar, el lugar desde donde podía ver cómo su verdad cobraba vida. Cuando el telón se alzó y las primeras palabras resonaron, sintió un nudo en la garganta. Cada escena era un pedazo de él, pero también un regalo para el mundo. Vio rostros en el público: algunos conmovidos, con lágrimas brillando en los ojos; otros incómodos, como si las palabras los obligaran a enfrentar algo que preferían ignorar; otros absortos, atrapados por la magia del escenario. 
 
Cuando llegó la escena final, la voz de Elena llenó el teatro con una intensidad que parecía trascender el espacio físico:
—Mírate. No al espejo, no a la sombra. Mírate a ti. Porque lo que eres, lo que eliges ser, es lo único que importa. Ese otro yo no es un extraño. Es el que siempre estuvo ahí, esperando que lo reconozcas. 
 
El silencio que siguió fue profundo, casi sagrado. Y luego, el aplauso estalló, un rugido que envolvió a Adrián como una ola. Pero no se unió. Cerró los ojos, dejando que el sonido lo atravesara, dejando que llenara los espacios vacíos de su alma. La semilla estaba plantada. No sabía cuántos la recogerían, cuántos se detendrían a mirar dentro de sí mismos, a redescubrir esas palabras olvidadas: gracias, perdón, cariño, comprensión, ayuda, solidaridad, escucha, apoyo. Pero con que uno solo lo hiciera, sería suficiente.
 
Salió del teatro al aire fresco de la noche, el cuaderno en su mochila, ahora ligero, como si hubiera soltado un peso que llevaba años cargando. La ciudad brillaba a su alrededor, las luces reflejándose en los charcos de la calle, pero por primera vez, no buscó sombras en los reflejos. No escuchó la voz. Solo sintió una calma profunda, como si el mundo, por un momento, estuviera en paz.  Caminó por las calles, dejando que el viento le acariciara el rostro. Recordó a la mujer joven en el parque, corriendo con su perro, y la envidia que había sentido por esa simplicidad. Ahora, sin embargo, no había envidia. Había gratitud. Gratitud por haber encontrado su verdad, por haberla compartido, por haber dado un paso hacia la luz, aunque fuera pequeño. 
 
La obra seguiría, noche tras noche, y con cada representación, la semilla se esparciría un poco más. Algunos la ignorarían, otros la pisotearían sin darse cuenta. Pero algunos, tal vez solo unos pocos, la recogerían. Y en ellos, algo cambiaría. Una palabra amable, un gesto de perdón, una mano extendida. Y eso, supo Adrián, era suficiente.  Se detuvo bajo un farol, abrió el cuaderno por una página en blanco y, por primera vez en mucho tiempo, escribió. No en tinta roja, no con miedo, no con dudas. Escribió con su propia mano, con su propia voz: Gracias. Por el espejo. Por la sombra. Por mí.  Cerró el cuaderno y siguió caminando, con el corazón más ligero, sabiendo que ese otro yo había dejado de ser un extraño. Era él. Y siempre lo sería.
 

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