A comienzo de los años ochenta y en el sector de agroquímicos,
la presencia masculina era abrumadora, quedando para la mujer sólo los puestos
de secretaria y poco más. Sin embargo había algunas excepciones como el puesto
de Jefe de Investigación de Mercados, que ocupaba una chica, Mercedes
Gutiérrez.
En aquellas primeras convenciones en que participé, la sala
estaba siempre llena de hombres y sólo se veía, entre ellos, la figura femenina
de Mercedes, aparte de la de una o dos secretarias que estaban en primera fila
para ayudar con las proyecciones, entrega de materiales a los asistentes, etc.
Para mantener la atención de los asistentes durante mi
ponencia, les anunciaba que al final de la misma haría una pregunta sobre lo
que hubiese hablado, y entre los que acertasen aquella pregunta se sortearía
allí mismo un premio que, en aquella ocasión era un robot de cocina, con el que
podrían dar una alegría a sus esposas al llegar a casa.
Cuando terminé mi exposición hice la pregunta que, en
realidad, era bastante fácil, ya que quería que la acertase todo el mundo, y
que en realidad era una forma de reforzar el principal mensaje que había
transmitido en mi exposición. Las secretarias recogieron las papeletas y las
introdujeron en una urna para proceder al sorteo de tan codiciad premio.
Entonces se me ocurrió decir: “A ver, una mano inocente que saque la papeleta
ganadora”. Se miraron unos a otros y poco a poco todas las miradas fueron
confluyendo en la única mujer que estaba sentada entre tantos hombres. Un poco
azorada, Mercedes se vio obligada a salir al escenario para extraer la
papeleta. Llegó hasta la urna. Metió la mano removiendo bien todas las
papeletas, y extrajo una. “¿Quién es el ganador?”, le pregunté. Y ella se quedó
muda, paralizada, y respondió algo que sólo pudo oír el cuello de su vestido.
“¿Cómo dices?”, le pregunté. Y entonces ella respondió con vergüenza: “...es la
mía”.
Todo el auditorio masculino prorrumpió en carcajadas,
aplausos, y gritos de “¡tongo!” en plan de broma, porque a la vista estaba que
el sorteo había sido público y limpio. Sólo una mujer entre más de 100 hombres,
un regalo que era especial para mujeres, y la mano inocente de esa única mujer
que sacó su propia papeleta.
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