viernes, 11 de julio de 2025

¿Cuál de las tres? Cuarta escena

El caos ha alcanzado un punto de no retorno: el armario está abierto, con restos de humo flotando, la mesa está cubierta de copas, papeles y el sombrero de plumas de Carmen. La bandeja de churros de Rosalía reposa en el centro, intacta, como un símbolo absurdo de normalidad. Ana, Carmen y Dolores están de pie, mirando a Alberto, que está hundido en el sofá, con la cabeza entre las manos. Benjamín y Juan, aún desaliñados, están cerca de la mesa, sirviéndose un whisky tras otro. Rosalía, la vecina, observa todo con una mezcla de curiosidad y desconcierto, sosteniendo una servilleta llena de migas de churro.
 
(El ambiente está cargado de tensión, pero la risa nerviosa de la escena anterior aún resuena. Todos esperan que Alberto hable. Él se incorpora lentamente, como si cargara sobre él todo el peso del universo)
ALBERTO.- (Con voz temblorosa, mirando al suelo, se aclara la garganta y se dispone a hablar aunque todavía no sabe cómo salir de esta situación) Bien… creo que os debo una explicación. (Levanta la vista, mirando a Ana, luego a Dolores, evitando a Carmen) Todo esto… este desastre… tiene una razón. O varias. (Pausa dramática) Ana, tú… siempre has sido mi inspiración. Tus poemas, tu forma de ver el mundo, esa chispa que me hace querer ser mejor… (Se le quiebra la voz) Estoy enamorado de ti. Siempre lo he estado.
ANA.- (Con los brazos cruzados, suavizando ligeramente su expresión) ¿Y entonces por qué este circo? ¿Por qué no me lo dijiste directamente?
ALBERTO.- (Gesticulando, nervioso) Porque… porque no estaba seguro. No de ti, sino de mí. Y luego está Dolores. (Mira a Dolores, que ajusta sus gafas con frialdad) Tú, Dolores, con tu sensatez, tu lógica implacable… eres como un faro en mi tormenta. Me cautivaste. Y yo… (se frota la cara) ¡me hiciste dudar de mis sentimientos! Así que pensé: “Citaré a las dos, por separado, claro, y dejaré que mi corazón decida”. (Señala a Benjamín y Juan.) Y ellos… ellos iban a ser mis consejeros. Mis testigos ocultos. Para que después me ayudaran con sus sensatos consejos.
BENJAMÍN.- (Riendo con sarcasmo, alzando la botella.) ¡Consejero! ¡Ja! Lo único que aconsejo es que te encierren, Alberto. ¡Menudo plan!
JUAN.- (Asintiendo, con la boca llena de churros) Sí, y encima nos metes en un armario con olor a naftalina. ¡Gracias, amigo!
DOLORES.- (Hojeando su cuaderno, imperturbable) Permítame aclarar esto, señor Vargas. ¿Está diciendo que organizó una especie de… casting matrimonial, con testigos clandestinos, sin considerar las implicaciones éticas ni legales? (Anota algo) Esto es fascinante… y profundamente irregular.
ANA.- (Herida, dando un paso hacia Alberto) ¿Un casting? ¿Entonces yo era solo una… “aspirante”? ¿Y todo eso del poema, de “vivir a medias”, era parte del juego?
ALBERTO.- (Desesperado, levantándose) ¡No, Ana, no! Lo del poema era real. Cada palabra. Pero yo… soy un desastre. Quise hacerlo todo perfecto, y mira… (señala el caos a su alrededor) acabé en este manicomio.
CARMEN.- (Interrumpiendo con una risa exagerada, aplaudiendo lentamente) ¡Bravo, Alberto, bravo! ¿Y yo qué pinto en esta tragicomedia? ¿Soy la villana? ¿La musa rechazada? (Se pone el sombrero de plumas con un gesto teatral) Porque, querido, yo no estaba aquí para casarme, pero me encanta el drama.
ALBERTO.- (Mirándola, con una sonrisa cansada) Carmen, tú… tú eres una amiga. Una fuerza imparable, siempre me haces reír, pero también… (duda) siempre traes conflictos. No estoy enamorado de ti, aunque me caes genial. Lo de la Puerta del Sol… creo que fue un malentendido. O un sueño tuyo.
CARMEN.- (Fingiendo indignación, pero divertida) ¡Un sueño mío! ¡Qué descaro! (Se ríe y se sirve una copa) Bueno, al menos me has dado material para mi próximo monólogo. Esto es puro oro.
ROSALÍA.- (Confundida, limpiándose las manos en el delantal) Ay, Albertito, yo solo venía a traerte churros, pero esto parece una de esas telenovelas de la tele. ¿Entonces no hay boda?
ALBERTO.- (Suspirando, mirando a Ana y Dolores) No lo sé, Rosalía. (Se gira hacia Ana) Ana, te lo juro, mi corazón es tuyo. Pero he sido un idiota. (Mira a Dolores) Y tú, Dolores, me haces querer ser más… ordenado, más sensato. Pero creo que mi caos solo pertenece a una persona. (Vuelve a mirar a Ana) Si es que eres capaz de perdonarme.
ANA.- (Pausa larga, mirándolo fijamente) Alberto, eres un desastre… pero un desastre de lo más absurdo, irracional… y hasta infantil. (Sonríe ligeramente) La verdad es que no sé si perdonarte, pero…bueno, me lo pensaré sin prisa. (Le lanza los papeles del compromiso) Y no vuelvas a encerrar a nadie en el armario.
DOLORES.- (Cerrando su cuaderno con un chasquido) En ese caso, mi presencia aquí ya no es necesaria. (Mira a Alberto) Le recomiendo un curso de ética básica, señor Vargas. Y un abogado mejor. (Se dirige a la puerta, pero se detiene) Aunque… su caos tiene cierto encanto, hay que reconocerlo. (Va a salir pero se detiene al escuchar el brindis de Carmen)
CARMEN.- (Rompiendo el silencio, alzando su copa.) ¡Por el caos, señores! (Se ríe y se sienta en el sofá, comiendo un churro) Esto ha sido mejor que el teatro. (Se pone a comer un churro y habla con la boca llena) ¡Uy, qué buenos están estos churros! ¡Enhorabuena, señora Rosalía!
BENJAMÍN.- (A Juan, en voz baja.) Creo que deberíamos irnos o “hacer mutis por el foro”! como se dice en el teatro.
JUAN.- (Encogiéndose de hombros) No sé, esto parece que todavía no ha acabado… y todavía quedan churros.
ROSALÍA.- Ay, los jóvenes de hoy… Albertito, si hay boda, avísame, que hago más churros. (Se dirige a la puerta, pero la curiosidad la mantiene allí, pendiente de los acontecimientos que estén por venir)
(Ana se acerca a Alberto, lo mira fijamente y le da un leve empujón juguetón en el pecho)
ANA.- ¡Estás como una cabra! Pero… no sé cómo, tienes algo especial que me atrae. (Pausa) Pero nada más de “experimentos”. ¿Entendido?
ALBERTO.- (Asintiendo, con una sonrisa esperanzada) Entendido. Solo tú, Ana. Y… (mira el armario) un armario vacío.
(De repente, se escucha un ruido desde el armario. Todos se giran, alarmados. Una escoba cae al suelo con un estruendo)
CARMEN.- (Riendo a carcajadas) ¡El armario está vivo! ¡Esto es una obra maestra!
(Todos ríen, excepto Alberto, que se cubre la cara con las manos. La música del tocadiscos vuelve a sonar, ahora con una melodía alegre.)
 
Fin de la cuarta escena. Se oscurece el escenario.
 

Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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