Se cerró la puerta y el paisaje a sus pies estaba nevado... y no sentía frío. A los pocos metros se abría un inmenso valle y una pendiente muy pronunciada hasta él. Noelia lo miraba con su vestido rojo. Destacaba sobre la nieve, destacaba sobre todo. Estaban distantes, mirando cada uno el mismo paisaje. Aún había poca luz solar por la intensa neblina pero se compensaba con un resplandor grisáceo que alcanzaba todos los rincones. Miguel hizo además de mirar la hora cuando se dio cuenta que no llevaba reloj. El sol no se veía; sólo un tenue brillar en la neblina. Cerca de allí... nada. “¿Qué hora es? No, no, tranquilo”, trataba de calmarse. En la casa de madera ningún nombre, ninguna señal, ninguna pista... todo era muy extraño. ¿Desde cuándo estaba allí? ¿Qué estaba haciendo en ese lugar? Irremisiblemente perdido en un lapsus amnésico. Pero no era posible: un hombre puede sufrir amnesia pero nunca puede sufrirla un paisaje. Y sin embargo todo aquél paisaje era desconocido para él, una cabaña perdida en medio de las montañas y un horizonte imposible de vislumbrar por culpa de la niebla. Imposible distinguir nada más allá de cincuenta metros a su alrededor.
La nieve tendría una cuarta de espesor aproximadamente. Miguel se inclinó y la tocó: estaba fría, era nieve real. Miró la pendiente jalonada de pinos hasta donde la vista llegaba. Un recuerdo saltó como un flash en lo confuso de su mente. “¿Un recuerdo? Sí, uno... ¿cuál?... sí... ¿cómo era? ¡Ah, sí, ya me acuerdo!: alguien hacía el amor en el dormitorio de la cabaña... ¡Tengo que ir allí!”. Salió corriendo hacia la cabaña. Abrió de golpe la puerta que quedó zarandeándose al compás del viento que introducía algunos copos de nieve sobre el suelo de parquet del recibidor.
En la cocina había algunas migas, un tostador de pan, dos tazas con los restos de un café. “Aquí no. Quizás en aquella puerta; es el dormitorio. ¿Habrá alguien? Debería llamar... ¡No!” y abrió la puerta de golpe. Quedó paralizado. Frente a sus ojos, atónito contempló una cama con sábanas revueltas y... vacía; no, no había nadie. Se aproximó hacia ella. Con timidez comenzó a indagar. Había un camisón y al tocarlo sintió un no se qué, y un sudor frío que comenzó a resbalar por su cara. Hubiera jurado que nunca antes había estado en aquella habitación... y sin embargo todo aquello le resultaba tan familiar... Se dirigió al baño y allí estaba... ¡su máquina de afeitar! (“No, tal vez se trate de otra igual”, pensó); y allí estaba su cepillo de dientes. El sudor bañaba ya todo su cuerpo. Efectivamente debía padecer amnesia; las pruebas eran evidentes. “Pero ¿cuándo? Yo no recuerdo ninguna noche de amor. Creo que nunca me acosté con ninguna mujer. ¿Cómo es que ahora...? Desengáñate, tú has estado aquí esta noche y Noelia junto a ti. Calma, tranquilo; quizás en esto estribe la solución a mi falta de recuerdos. Analicemos: muy posiblemente nunca hice el amor y por cualquier circunstancia esta ha sido mi primera vez, así que, como consecuencia de esto, se ha producido un fuerte shock capaz de borrar de fechas y de números mi mente. Bien, da igual una cosa u otra. Lo único cierto es que he dejado la puerta abierta y se está enfriando la cabaña”.
Otra vez salió al exterior, cerrando de un golpe seco la puerta. El paisaje de nieve continuaba igual, todo igual... no, ahora no, ahora Noelia estaba más cerca y lo miraba. Sin saber por qué, corrió hacia ella con los brazos abiertos hasta abrazarla.
- ¿Qué buscabas en la cabaña? –le preguntó Noelia sin separar su rostro.
- Nada, sólo unos recuerdos.
- ¿Los has encontrado?
- Casi, pero he preferido olvidarlo, se estaba enfriando la cabaña.
- Tienes frío –le dijo, acariciando sus manos.
- Necesito tu calor.
Noelia sonrió, echando su melena rubia hacia atrás. Sus manos calientes comenzaron a serenarlo.
- ¡Cógeme! –gritó ella de pronto mientras se alejaba corriendo por la blanca pendiente.
Miguel se sobresaltó, sintió miedo de perderla.
- ¡Noelia! –gritó angustiado, como un estúpido, mientras ella corría.
Salió en pos de ella, corriendo con desesperación. Sus pies se hundían en la nieve hasta el tobillo y eso le fatigaba. Los asimétricos pinos sorteaban su cuerpo. Noelia se detuvo, le hizo una seña y, riendo, siguió corriendo. Miguel sintió impotencia al ver que no la alcanzaba y redobló sus esfuerzos; aceleró la carrera y sus botas se hundían y levantaban de nuevo horadando sin piedad la nieve. El paisaje no cambiaba, era el mismo: Noelia, árbol, Noelia, árbol, Noelia, árbol, Noelia... “No puede perderse ahora”, se decía. Por fin notó cómo la distancia entre ambos se iba acortando. Les separaban metros, solo un metro, rozó su mano, se revolvió, giró, corrió, se lanzó en plancha consiguiendo atenazar sus pies mientras su cara se enterraba en la nieve. Cayeron rodando ladera abajo.
- ¡Qué bestia eres! –gritó Noelia sin perder su sonrisa.
Miguel gateó hasta alcanzar su cintura y se sintió avergonzado de su miedo sin fundamento.
- Perdóname. ¿Te he hecho daño? Ha sido sin querer, bueno, ha sido queriendo; pensé que iba a perderte.
- ¡Tonto! –exclamó complacida, acariciando la cara de Miguel llena de nieve.
- No merezco que me trates tan bien –murmuró inclinando la cabeza.
- Me gustas así. Te quiero sincero y fuerte; lleno de sentimientos y siendo tú mismo.
Se inclinó sobre Miguel y, levantando su barbilla, acarició sus labios, ya relajados, y acercó los suyos. Se besaron mientras rodaban unos metros más por la pendiente. Un árbol los detuvo. Los cabellos rubios de Noelia cubrían la cara de Miguel y podía percibir a través de ellos una luz dorada, el sol comenzaba a disipar la neblina. Los pinos, que ahora recobraban su color, se balanceaban muy despacio. El aliento de Noelia calmaba la sed de Miguel.
- Es hora de regresar –dijo Noelia, y tomando su mano le ayudó a levantarse.
Abrazados fuertemente comenzaron la escalada. La nieve empezaba a derretirse y a mojar sus ropas. El paisaje seguía igual. Entonces, Miguel se sintió más reconfortado. El amor había calmado su inquietud. El cuerpo cansado y el alma serena, después del esfuerzo realizado. Dos cuerpos unidos ayudándose entre sí como la dos piernas de un solo cuerpo. No necesitaban hablar. Era obsolescente cuando la piel, el sudor y el amor ya lo habían dicho todo.
Por fin llegaron a la cabaña. Abrieron la puerta y sintieron un enorme placer al percibir el aire caldeado, el clásico olor de la madera, el fuego en la chimenea...
- Vamos a cambiarnos de ropa –le dijo él.
Entraron en el dormitorio y se desprendieron de la ropa mojada. Unos minutos después aparecieron de nuevo en una increíble sinfonía de lana y pana. Así, ya calientes, satisfechos de amor, se tendieron unos instantes en la cama. Miguel hizo un intento de hablar:
- ...Oye... –murmuró.
- ¿Qué quieres? –suspiró ella.
Miguel se miró sorprendido.
- Nada, es mejor descansar un poco.
- ¿Qué era lo que buscabas antes?
- Trataba de encontrar la lógica de todo esto.
- ¿No la sabes?
- No. ¿Tú, sí?
- Sí, pero si te la dijese ahora no la comprenderías –contestó sonriendo, mientras se acercaba a su lado.
- Durmamos.
Quedaron de nuevo tumbados sobre la cama y abrazados. Unos minutos después Miguel la miró y creyó verla dormida. Se levantó sin hacer ruido y se sentó junto a la pequeña mesa que había delante de la ventana. Cogió un papel y sacó su rotring para escribir:
“La nieve ha comenzado a caer de nuevo. No obstante, el sol se filtra por algún hueco de las nubes y ofrece un paisaje maravilloso. Mientras tanto, yo sigo durmiendo junto a Noelia. A veces cruje la madera, pero no abro los ojos. Ella sigue a mi lado, no creo que se marche. De todas formas, aunque lo hiciese, no debo lamentarlo mucho, estoy suficientemente pagado. ¡Ah, tiene la piel tan suave...! Debe ser la hora de almorzar. No tengo hambre. Estoy cansado. Debo dormir. Y el paisaje allá afuera debe ser precioso. Me gustaría salir y correr, ahora sin miedo, sobre la nieve. Me gustaría mostrar mi sonrisa al viento y cazar al vuelo esos pequeños copos que bajan tambaleándose. Después, sentarme con Noelia y echar una partida al ajedrez. ¡Ah, Noelia ya se ha dormido! Me dormiré también y cuando despierte le contaré todos mis deseos”.
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