lunes, 25 de junio de 2018

En el país del amor (y 3)

Al día siguiente estaban todos, en medio de una animada fiesta en una elegante mansión en las afueras de la ciudad. Anna parecía una persona muy importante en aquél país. Su elegancia en el vestir y sus modales llamaban la atención y todos cuantos la rodeaban se esforzaban en agasajarla. Gunvor llevó a Miguel a un rincón del jardín en donde se sentaron. También Miguel se dio cuenta y le preguntó a Gunvor:
- ¿Sabes quién es?
- Sí, su familia es muy importante en la política nacional.
- Es bueno saberlo, porque en caso de ayuda podríamos recurrir a ellos –pensó en voz alta Miguel.
- Espero que no sea necesario, prefiero que nos las arreglemos por nosotros mismos –respondió ella, que estaba acostumbrada, como todos los de su país, a depender de ellos mismos y no andar siempre pidiendo favores a los demás.
- ¿Estás decidida a lo que acordamos ayer o te lo has pensado mejor? –preguntó Miguel.
- ¿A qué te refieres?
- A lo de empezar una nueva vida juntos en otra ciudad.
- Sí –respondió ella con una amplia sonrisa.

La fiesta transcurría tranquila aun cuando alguna vez Miguel creía percibir alguna mirada maliciosa hacia Gunvor. “Puede que alguno de estos la conozca”, pensó sin que le importasen demasiado las eventuales críticas por el nefasto club en el que trabajaba de camarera según le había contado su hijo (el cual había omitido el detalle de la deuda a causa de las drogas). Pero el ambiente agradable de la fiesta le hizo olvidarse pronto de esas sombras de duda que alguna le acechaban. Todo transcurrió felizmente y al llegar la noche, Carlos se dirigió a Miguel:
- Vete al hotel, yo me quedaré aquí y mañana iré a recogerte.
- De acuerdo, hasta mañana.

Un taxi los llevó al hotel.
- Ya hemos llegado... ¿no bajas? –preguntó Miguel.
- No, espérame aquí; tengo que ir a casa a recoger la documentación y algunas otras cosas que necesito.
- En ese caso iré contigo.
- No hace falta, es cuestión de una hora, no más. Mientras tanto puedes ir preparando tus cosas.
- No sé si hago bien. Espero no tener que arrepentirme. Date prisa ¿eh?
- Hasta ahora.
Le dio unos billetes para pagar el taxi y subió a su habitación; allí preparó las dos maletas. Después se asomó a la ventana, impaciente, y encendió un cigarrillo. Al cabo de una hora bajó al bar del hotel. Pidió un whisky y compró otro paquete de tabaco. Volvió a subir a su habitación. Ya no sabía qué hacer dando vueltas y más vueltas desde hacía tres horas. No pudiendo aguantar más, tomó la decisión de ir a buscarla.

Nada más llegar a la casa de Gunvor subió corriendo las escaleras y llamó a la puerta, pero nadie respondió. Entonces se dio cuenta que la puerta no estaba bien cerrada, la empujó... y entró.
- ¡Gunvor! –gritó sin obtener respuesta.
Recorrió la casa y se sobresaltó al ver unas sillas volcadas y una bolsa de viaje en el suelo. La abrió. Allí estaba la documentación de Gunvor, alguna ropa y algunos útiles personales. No cabía la menor duda. El corazón le palpitaba cada vez más deprisa y su cuerpo se empapaba de sudor.

Bajó de nuevo a la calle y paró un taxi. Le dio la dirección del “Hoek club”. El camino se le hizo eterno. A veces creía que el taxista lo estaba perdiendo en aquél laberinto de callejuelas. Al final divisó el rótulo del local, pero le dijo que no aparcase allí sino un poco más lejos y que le esperase, que sólo tardaría unos minutos. No quería que nadie le viese llegar por si acaso rondaba por allí el tipo con el que se peleó la noche anterior. ¿Para qué negarlo? Tenía miedo. La puerta del “Hoek club” estaba abierta.

Era tanta la angustia que sentía por lo que hubiera podido pasarle a ella que ya no pensó más en el tipo fornido de la otra noche, sólo pensaba en encontrarla cuanto antes. Bajó corriendo. La música iba creciendo al mismo tiempo que el jadeo de su respiración. Al llegar a la barra se detuvo. Las pocas personas que había en el local a esa hora miraron con extrañeza. El hombre que atendía la barra comenzó a ponerse nervioso sin saber qué decir. La música seguía sonando y no obstante un silencio mortal reinaba en aquél antro. Entonces se le acercó corriendo la mujer rubia de la noche anterior. Lo agarró del brazo y tiró de él hacia la calle. Miguel se dejó llevar. Allí, la mujer conversó varios minutos con el taxista, aunque Miguel no pudo entender de qué estaban hablando. Después, la mujer rubia se dirigió a él:
- Gunvor... allí... él llevar allí –le dijo balbuceando un poco el español.
Miguel comprendió al instante que trataba de ayudarle a encontrarla, le dio las gracias y se metió en el taxi que comenzó a correr, ahora a mucha más velocidad, hacia una dirección desconocida. Había perdido ya la noción del espacio y no tenía ni idea del lugar en donde se encontraban. Llevaba más de media hora atravesando barrios periféricos que ni siquiera sabía que existían. Estaba ya casi al límite de su paciencia... cuando por fin el taxi se detuvo. Miró sorprendido por la ventanilla. Vio unos árboles y unas verjas cercando unas calles con edificios de tres plantas.
- Allí –le dijo el taxista señalando una de aquellas casas.
- Espéreme aquí –le dijo Miguel mientras le ofrecía unos billetes que el taxista no quiso aceptar.

Salió apresuradamente atravesando un pequeño descampado tratando que su figura pasase desapercibida entre las sombras de los árboles. Serenó su paso al llegar a la verja y no vio ningún letrero. Entró y avanzó por la calle principal. Quedó atónico al contemplar cómo toda la calle, a ambos lados, estaba llena de escaparates en los cuales unas mujeres con escasa ropa lucían sus encantos. Comenzó a examinar con detenimiento cada uno de estos escaparates. Las mujeres, al verlo, le hacían gestos invitándole a entrar y a pagar el precio de un rato de placer con ellas. Llegó al final de la calle sin encontrarla. Cambió de acera e hizo el recorrido inverso. Se detuvo en una... le había parecido verla... sí, allí estaba ella. Gunvor, al verlo, no pudo reprimir un gesto de sorpresa.
-Sácame de aquí –le gritó sollozando.
Un hombre se le acercó.
- Esta –le dijo Miguel con seguridad, mostrándole un fajo de billetes.
Los tomó enseguida y le condujo a la parte de atrás. El hombre abrió la puerta y ambos –dándose cuenta de la situación que estaban viviendo- aparentaron un discreto interés reprimiendo la desbordante alegría del reencuentro; se comportaron tal como cabría esperar con cualquier otro cliente. El hombre les indicó que lo siguieran hasta una de las habitaciones interiores del edificio. Le entregó a Miguel una ficha con un número y se marchó. Al cerrase, por fin la puerta, se abrazaron.
- ¡Gracias! ¡Pensé que nunca más volvería a verte! –suspiró ella.
- ¿Cómo podemos salir? –preguntó Miguel.
- En el pasillo hay una ventana que da al jardín trasero. Podríamos saltar, pero este barrio está muy apartado y hay que varios kilómetros hasta que podamos estar a salvo. Si se dan cuenta, nos alcanzarán antes.
- Con salir de aquí será suficiente –le explicó Miguel-, al otro lado de las verjas hay un taxi esperándonos.

Salieron procurando no hacer ruido. Efectivamente allí estaba la ventana y la altura no era muy grande. Saltaron y se escondieron rápidamente por si alguien hubiera escuchado algún ruido. Después de un par de minutos, en que apenas respiraron, fueron sorteando los árboles de aquél jardín hasta llegar a la verja. Un hombre los señaló gritando. Comenzaron a correr desesperadamente mientras alguien los seguía; sin embargo habían cobrado una buena ventaja y llegaron al taxi que, efectivamente, les estaba esperando. Entraron apresuradamente y, sin que hiciese falta ninguna explicación, éste se puso en marcha a toda velocidad.
- Tenemos que irnos cuanto antes, Miguel, no podemos seguir en esta ciudad –e dijo angustiada ella.

Mientras el taxi se dirigía al hotel, ahora ya más tranquilos, Miguel le acercó la bolsa de viaje que había recogido en casa de Gunvor y esta visión cambió por completo la expresión de su cara: allí tenía toda su documentación y sus pertenencias. En el mismo taxi se quitó las provocativas ropas que llevaba y se puso uno de los vestidos que guardaba en la bolsa; de esta forma no llamaría la atención cuando entrasen de nuevo en el hotel. Cuando llegaron, Miguel pagó al taxista, dándole las gracias y una propina excesiva que éste hubo que aceptar finalmente. Después subieron a su habitación lo más rápidamente que pudieron, aún era mucho el maquillaje que llevaba en su cara y no quería llamar la atención. Ya en la habitación, Gunvor se dio un baño y a continuación se tumbaron en la cama a descansar. Su padre llegaría pronto.

La puerta de la habitación del hotel se abrió sigilosamente y un hombre avanzó unos pasos. Instintivamente, Miguel abrió los ojos y se levantó como impulsado por un resorte... pero no había nada que temer, era su padre. Anna iba con él. Allí sentados, Miguel les explicó, ahora con todo lujo de detalles, cuanto había pasado.
- Tenemos que salir de esta ciudad –dijo Miguel- y cuanto antes mejor.
- Quizás podríais ir a la casa que tenemos en la playa, a trescientos kilómetros de aquí. Podéis pasar unos días y después, ya veremos –dijo Anna-, tu padre va a trabajar como asesor en una de nuestras empresas y si tú quieres también podríamos encontrarte un trabajo y luego os instalarías por vuestra cuenta si queréis.
- Pero entonces, ¿tú te vas a quedar en este país? –le preguntó Miguel a su padre.
- Así es, y si tu aceptas esta oferta, estaremos muy cerca uno de otro y podremos seguir viéndonos.
- ¿Y te parece bien que viva con Gunvor después de todo lo que te he contado?
- Lo que importa es ella, no sus circunstancias; ella y lo que decidáis hacer los dos a partir de ahora.

-oOo-

Los cuatro cogieron un taxi hacia la estación de ferrocarril en donde Miguel y Gunvor subieron al tren que les llevaría a su nuevo destino. Antes de partir, intercambiaron abrazos. El tren se puso en marcha. Ellos dos, sin sentarse todavía, vieron desde la ventanilla del tren cómo la distancia se iba haciendo cada vez mayor... y al mismo tiempo se daban cuenta de cómo entre los dos, cada vez se sentían más cerca el uno del otro.

El tren tomó velocidad y Miguel resopló aliviado.
- No sé si todo esto ha sido un sueño o una pesadilla –le dijo Miguel.
- Da igual, ahora estamos juntos y dispuestos a edificar una nueva vida.
- ¿Sabes? –le confesó Miguel- cuando llegamos aquí leí un cartel que decía “Bienvenido, aquí todo es posible” e increíblemente ha sido así; mi sueño –le dijo mirándola con ternura- se ha hecho realidad.
Ella inclinó la cabeza sobre su hombro y se recostaron en el asiento del vagón. La noche era oscura y el tren seguía avanzando por los campos en medio de la noche.
(Fin)

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