Menos mal que al dar título a este capítulo he
especificado que mi relación con el Kárate no fue como karateca sino como
empresario, porque si no ya estaríais preguntando: “¿Pero es que también
practicaste Kárate?”. En este caso, mi relación con este deporte ha sido muy
esporádica aunque no por ello menos significativa. En primer lugar recuerdo que
mi hija mayor (cuando era pequeña) se apuntó a clases de Kárate, por lo que no
era raro ver en mi casa el clásico kimono, los cinturones que iban cambiando de
color según progresaba adecuadamente, etc., así como escuchar los gritos que se
dan (digo yo que será para asustar al contrario) cuando hacía algún ensayo en
casa. Aparte de esto, y asistir como espectador a un campeonato en donde
participaba (lo importante era participar, así que ya sabéis el resultado) no
tuve más relación con este deporte... hasta el año 1987.
Trabajaba entonces en la compañía de agroquímicos
ICI-Zeltia (hoy Syngenta) como Jefe de Publicidad y un buen día llegó el
momento de lanzar un nuevo insecticida cuyo nombre comercial sería “Kárate”
(lambda-cihalotrin). Siendo yo el Jefe de Publicidad me correspondía el honor
de crear la campaña de publicidad para su lanzamiento y, en este caso, estaba
claro que debía girar sobre el Kárate para que la imagen del deporte y el
nombre de marca del producto se asociasen de inmediato; es más, la idea era que
esta asociación fuese tan evidente que cada vez que algún agricultor oyese,
leyese o viese algo de Kárate, inmediatamente le viniese a la mente la imagen
de marca de nuestro insecticida.
Lo primero que hice, no obstante, fue estudiar el
producto, y pude comprobar cómo se trataba de un insecticida muy potente que
necesitaba una dosis de sólo 15 gramos por hectárea y esta bajísima
concentración no hacía daño a las abejas ni a otros insectos beneficiosos, ni
dejaba residuos significativos en el suelo. Ya tenía la clave. Mi eslogan fue
“Kárate, lucha limpio”. ¡El fair play llevado a la publicidad! Ese slogan,
junto con el logotipo del producto figuró en todo tipo de materiales y
artículos publicitarios (folletos, carteles, anuncios prensa, vallas, cabinas
telefónicas (donde se veía a un karateca a tamaño real), camisetas, gorras,
bolígrafos... y ya que se trataba de Kárate, también cinturones. En los
folletos se comenzaba diciendo “Si las plagas pueden con Vd...” y se continuaba
con la solución: “Deles un golpe de Kárate”. Después, tras exponer sus características,
ventajas y aplicaciones, se concluía diciendo que Kárate era “El golpe
definitivo contra las plagas”.
Llegó la hora de preparar la gran reunión de presentación
a los principales cliente, 240 distribuidores de toda España, a quienes
reunimos en el Hotel Los Lebreros, de Sevilla, que tiene un espectacular
auditorio. En aquél marco debía sorprender a la audiencia y a ciencia cierta
que lo conseguí porque nadie de fuera y casi nadie de dentro de la empresa supo
qué sorpresa tenía preparada: ni más ni menos que una exhibición muy especial
de Kárate. De cómo cuidé todos los detalles sirva de ejemplo cómo inspeccioné
minuciosamente el escenario y me preocupé al encontrar en el suelo del mismo
unos cajetines bajo los cuales había enchufes. Esto sería muy útil en cualquier
otra circunstancia, pero si iban a estar sobre ese suelo varios karatecas
zurrándose la badana y dándose costalazos contra el suelo, los pequeños
salientes de esos cajetines podían provocarles alguna herida. Pensado y hecho:
salí a la calle a buscar unos fieltros autoadhesivos, los recorté y los pegué
sobre dichas tapas. Ya no habría posibilidad de accidente involuntario.
La sesión de presentación se desarrolló como era
habitual... hasta que llegó el momento en que dijeron: “Y ahora os tenemos que
presentar una sorpresa” (es lo que yo les había dicho que dijesen para anunciar
mi intervención). Salí al escenario y muy serio me dirigí a la audiencia,
diciéndoles que habíamos traído a los mejores especialistas de kárate (ellos
pensaban que me refería a expertos conocedores del producto) para que allí
mismo nos demostrasen sus cualidades. Miré a la audiencia y pude comprobar
satisfecho sus caras de expectación, así como las caras de muchos compañeros y
directivos que no sabían de qué iba la cosa. Todos pensaban que sería o una de
mis habituales bromas o bien que iba en serio y había invitado a expertos en la
lucha contra las plagas. Entonces comencé a presentarlos y según los nombraba
iban apareciendo en el escenario en medio de un run run de comentarios de
sorpresa.
Estos fueron los “expertos” que llevé a aquella
presentación como cierre de la misma: “Ana y Mayte San Narciso, María Luisa
Esclarín y María Victoria Garcés”. Aparecieron ellas, chicas jóvenes y bien
parecidas, con sus flamantes kimonos de Kárate. Pero no eran unas karatecas cualquiera
y así se lo hice saber a la audiencia, añadiendo: “Ellas son las mejores
karatecas de España y unas de las mejores del mundo. Ana y Mayte son las
actuales Campeonas de España, individual y por equipos, y además han conseguido
el cuarto puesto individual y por equipos en la última Copa del Mundo. Entre
las cuatro han sumado en los últimos cinco años 33 Campeonatos, 12
Subcampeonatos y 17 terceros puestos”. Finalmente presenté a su entrenador y
comenzaron su exhibición de Kárate que captó y mantuvo todo el tiempo el
interés de la audiencia, mientras resonaban en medio del silencio más absoluto
–interrumpido sólo por algún “¡Ooooh!” de exclamación- los clásicos gritos de
las karatecas y los golpes de estas al caer al suelo.
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No obstante la vida da muchas vueltas, nos prepara
inusitadas sorpresas y, entre ellas, una experiencia insólita que paso a
contaros. Se trata de mi postrero, de mi aislado y último contacto con la
Hípica a lomos de un auténtico caballo. Pero ¿qué sucedió? Para compartir con
vosotros esta historia os invito a cerrar los ojos, subir a un avión imaginario
y viajar hasta Argentina.
Por aquél entonces llevaba varios años trabajando en la
compañía de agroquímicos ICI-Zeltia (hoy Syngenta) como Jefe de Publicidad.
Como me ocupaba, entre otras cosas, de colaborar en la organización de viajes y
convenciones, el comercial de Meliá Viajes, con quien contratábamos muchas
veces dichos eventos, me invitó a participar en un inolvidable viaje a
Argentina junto con los responsables de Publicidad de otras compañías. Fue así
como por primera y única vez crucé el charco y visité Buenos Aires y las
cataratas de Iguazú, pero también hubo otra visita: a una auténtica hacienda
argentina, de esas que vemos en las películas, con los gauchos, el ganado... y
los caballos.
Tras la correspondiente visita nos ofrecieron una
espectacular comida a base de asados –como la ocasión lo merecía- amenizada por
un grupo de folklore local. Al terminar la comida nos dijeron que hiciésemos lo
que quisiésemos hasta la hora de la partida, tomar copas con barra libre,
pasear por allí o... montar a caballo.
Naturalmente yo elegí sin dudar esto último y me dirigí
al lugar donde había algunos caballos atados a los árboles, paciendo
tranquilamente. Elegí uno, me acerqué, lo acaricié... parecía manso. Me subí,
cogí las riendas y... ¿Alguna vez habéis intentado arrancar el coche y se os ha
calado? Pues eso mismo me pasó: el caballo no arrancaba. Le di palmaditas, tiré
de las riendas, clavé los talones de mis deportivas como si llevase espuelas,
le chisté para que se moviera... nada, ni un milímetro. Así que al cabo de unos
interminables minutos intentándolo todo, sin conseguir del precioso caballo ni
el más minúsculo movimiento, me bajé del mismo y regresé cabizbajo donde
estaban todos los demás (que habían preferido el deporte de la “barra libre”
tomándose una tras otra toda clase de bebidas alcohólicas). Esa fue mi gran
suerte, que sólo yo había intentado lo de montar a caballo (los demás
prefirieron seguir sentados tomando copas) y nadie vio mis esfuerzos por
arrancarlo para finalmente, vencido y humillado, regresar con el grupo. Como el
que no se consuela es porque no quiere, por lo menos me queda el consuelo de
haber sido uno de los pocos jinetes a los que un día... se les caló el caballo.
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El término “Hípica” se refiere a todo lo relacionado con
los caballos, y en especial con los deportes ecuestres, aunque la asociación
más normal que nos llega a la mente al oír esta palabra es la de carreras de
caballos. Sin embargo la Hípica comprende muchas modalidades además de las
carreras de caballos, están ahí, por ejemplo, las competiciones de doma, de
campo a través, de saltos de obstáculos, etc.
Ya desde pequeño me gustaba aquello de montar a caballo,
bien fuese cuando me llevaba a cuestas mi padre, o cuando cabalgaba montado en
un palo, o cuando me subía “a caballo” del gran y bonachón perro que había en
la finca de mi abuelo, e incluso cuando no había ni padre, ni palo, ni perro,
galopaba sobre un caballo imaginario dándome azotes en el culo mientras decía
“¡arre, arre!” para ir más deprisa.
Afortunadamente el hecho de pasar mi infancia en un
pueblo facilitó que pronto subiera a lomos de los equinos y, en este sentido,
mis primeras andanzas ecuestres fueron en burro. Pero que nadie piense que
aquello era fácil, porque estos animales hacen honor a su nombre y son muy
“burros” y si quieren ir por un camino no hay quien les haga cambiar de idea.
De niño, pues, aprendí a montar en
burro, primero acompañado por algún mayor y después alguna que otra vez, yo
solo. Nunca fueron grandes recorridos los que realicé pero eran, a fin de
cuentas, mis primeros contactos con la Hípica.
Poco después, ya más crecidito, otro gran paso adelante
me esperaba: montar en mula, que son esos hijos estériles de yegua y asno o de
caballo y burra. El caso es que en la finca de mi abuelo, había muchos de estos
animales, los cuales se utilizaban para tirar de los carros, bien fuesen de
paseo (tartanas, tílburis, etc.) o destinados a las faenas del campo (carros,
galeras, etc.). Al principio montaba sobre su grupa cuando estaban uncidos al
carruaje y ya, más tarde, también alguna que otra vez, cuando estaban sueltos.
La Hípica proporciona una comunión entre el hombre y la
bestia, aunque la mayor parte de las veces es más bestia el que monta que el
montado. Esa cercanía y contacto con el animal es una sensación que no dan
otros deportes, a lo que hay que añadir el entorno en que se practica tan noble
y milenario deporte: el campo.
Pero sigamos con la historia, aunque en esta ocasión me
temo que va a ser muy corta. Y la corto porque a los nueve años me vine a vivir
a Madrid, en donde los únicos caballos son de potencia de motor, y ya sólo iba
a Daimiel en los veranos e incluso a partir de los 16 años eran el sexo
femenino y los amigos los que me atraían, más que unos bucólicos paseos por el
campo. Esto quiere decir que me olvidé por completo de la Hípica, con la única
excepción de alguna carrera que fui a ver al Hipódromo.
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Damos así un salto hasta el año 1973 en que se celebró en
Madrid, en el Palacio de los Deportes, el Campeonato de Europa de Halterofilia,
y tuve la suerte y el acierto de poder ir a verlo. Igualmente fue un acierto
que a la entrada del recinto entregaran un programa en el que se explicaba qué
era eso de la Halterofilia, su historia, las modalidades existentes, su técnica,
las categorías, etc. Gracias a esa guía disfruté mucho más de la competición,
aprendiendo a valorar el estilo de cada atleta tanto si era en la modalidad de
arrancada (elevar sin interrupción la barra desde el suelo hasta arriba con los
brazos extendidos en alto) como de dos tiempos (subir dicha barra en dos
tiempos, primero hasta los hombros y después hasta arriba con los brazos
extendidos).
A raíz de aquella competición y la exhibición dada por
los atletas, no era difícil verme alguna vez levantando el palo de la escoba en
arrancada o en dos tiempos, marcando perfectamente los movimientos de los
atletas. Pero como esto sólo lo hacía muy de vez en cuando y jamás entrenaba ni
hacía ejercicios de musculación, estaba claro que Dios no me había llevado por
el camino de la Halterofilia.
A pesar de esto sí que tuve ocasión de practicarla un
poco más en serio cuando me compré un piso en Tres Cantos, ya que la
urbanización contaba con un gimnasio en el que había diversos aparatos de
musculación y un buen surtido de halteras. Recuerdo que el primer día hice como
todo el mundo: darme un palizón de gimnasia con todos los aparatos habidos y
por haber y quedarme hecho polvo, lleno de agujetas, los tres días siguientes.
Por eso los españoles se apuntan todos los años a un gimnasio, van un par de
días y lo dejan; y por eso los gimnasios exigen una matrícula o algo así de
entrada porque saben que la mayoría de los que empiezan no aguantan más de un
mes. Sucede igual que con los cursos de idiomas: todos los españoles empiezan a
estudiar inglés todos los años, y todos los años desde el nivel cero; y todos
los españoles comienzan a hacer colecciones de fascículos de lo que sea, y
cuando han comprado los tres o cuatro primeros se cansan y lo dejan.
En esta ocasión, no obstante, el gimnasio estaba allí, en
la propia urbanización y era de acceso libre y gratuito, así que resultaba muy
fácil bajar a entrenar... aunque más apropiadamente debería decir bajar a
jugar. A fin de cuentas, de eso se trataba, de divertirse jugando a ser un gran
levantador de pesas. De esta forma pude ejercer la Halterofilia y disfrutar de
ella, con el gusto que da eso de añadir un par de kilos a cada extremo de la
haltera y levantarla al más puro estilo de arrancada o dos tiempos. Muchos
kilos no ponía, eso es cierto... pero quedaba tan bonito... y me hacía sudar y
me ponía fuerte. ¿Qué más podía pedir? Después, pasada la novedad, dejé de
interesarme por la Halterofilia y me centré en otros deportes, pero puedo decir
con orgullo que al menos en algún momento de mi vida he practicado la
Halterofilia y que una vez en mi vida yo fui “El niño más fuerte del mundo”.
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La Halterofilia, también llamada (aunque suena más
vulgar) “Levantamiento de pesas”, es en definitiva eso, levantar unas pesas que
en este caso es una barra en cuyos extremos se van colocando discos de
diferente peso para ver cuánto eres capaz de levantar. Ese nombre tan bonito le
viene de las “halteras” que es así como se llama esa barra con pesas en los
extremos. Pero vayamos ya a la historia de mi experiencia en este deporte en el
que –todo aquél que me conozca- pensará que estoy mintiendo, porque con una
complexión tan delgaducha no es posible practicarlo. Demostraré, por
consiguiente, que se equivocan, y les aclararé que esa imagen de tíos
gigantones y rebosantes de músculos con que todos nos imaginamos a los
levantadores de pesas no es cien por cien real; lo digo porque en Halterofilia
hay 15 categorías (8 masculinas y 7 femeninas) y la más pequeña de las
categorías masculinas es para atletas que no sobrepasen los 56 kilos y por lo
tanto los de esos pesos no son gigantones musculosos sino tíos más bien
pequeñitos aunque fortachones.
Para comenzar nada mejor que remontarnos a mi infancia,
cuando debía tener unos seis o siete años. Sucedió entonces que acudió a
Daimiel “El hombre más fuerte del mundo” (así lo anunciaron en todos los
carteles), el cual iba a hacer una demostración de su fuerza en el campo de
fútbol. Mi padre me llevó a verlo y pude comprobar la extraordinaria fortaleza
de tal sujeto. Cogía unas barras de hierro del grosor de dos dedos y se las
enrollaba en los brazos convirtiéndolas en muelles. Era capaz de volcar un
coche con la simple fuerza de sus brazos o de arrastrar un camión lleno de
gente del pueblo tirando del mismo con una cuerda sujeta por sus dientes, o un
autobús lleno de gente tirando de él con una cuerda atada a su pelo, o romper
no sé cuántos ladrillos de un cabezazo.
Unas horas después de finalizado el espectáculo, recuerdo
que iba de paseo con mi padre por el pueblo y me llevó a una casa en donde
estaba cenando “El hombre más fuerte del mundo” y se acercó a saludarlo y
felicitarlo por sus proezas; entonces me lo presentó y él, en vez de darme un
beso (a fin de cuentas yo sólo tendría unos seis años) me ofreció su mano como
si fuese mayor, lo cual me hizo mucha más ilusión. Yo estreché su mano y, para
mi asombro, él comenzó a chillar fingiendo dolor y diciéndome que no le
apretara tanto, que le estaba haciendo daño. Supongo que comprendí que aquello
era una broma, pero realzó mi autoestima y me sentí “El niño más fuerte del
mundo”.
Durante todos los años que siguieron no levanté nunca
unas pesas, sólo algún sofá si se me había caído algo debajo, o unas cuantas
cajas, o bien arrastraba una carretilla llena de tierra; es decir, nada del
otro mundo, ni mis músculos sobresalían en mis brazos por mucho que intentase
“sacar molla”.
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