Elena y Miguel caminaban entre las luces cambiantes de la ciudad con un extraño sabor a recuerdos y a pesadilla en sus mentes. Se encontraban adormecidos y un poco sofocados por el humo y por las prisas; mas caminaban despacio, sin reloj que marcase su camino. Al llegar a un portal de mármol blanco y lujosamente iluminado, se detuvieron.
- Aquí es –dijo contento Miguel.
Elena hizo un gesto de aprobación y lo incitó a entrar. Después de preguntar al portero subieron al quinto C. Un joven les abrió la puerta.
- Buenas tardes, ¿qué desean?
- ¿Está el dueño?
- Sí, pasen.
Pronto fueron recibidos por el dueño, un señor de unos cuarenta años, de pelo blanco y elegantemente vestido, que los saludó cordialmente.
- Buenas tardes, ¿qué tal están?
- Muy bien, gracias.
- Me alegra que se hayan decidido a venir; estoy seguro que no les defraudará.
- ¿Es este el piso? –preguntó Elena.
- No, el que deseo vender es el de aquí al lado. Está sin estrenar y bien amueblado; de todas formas los muebles no es necesario que los compren –les aclaró el dueño.
- ¿Podemos ver primero este para hacernos una idea –preguntó Miguel.
- Sí, naturalmente. Acompáñenme.
Penetraron en el salón y fueron recorriendo las cuatro dependencias. Elena y Miguel escrutaban con minuciosidad hasta el más ínfimo detalle. Realmente les gustaba.
Salieron, después, y entraron al portal contiguo en donde el dueño les enseñó el otro piso que también estaba en la quinta planta. Miguel ya no lo veía como un mero objeto frío, sino como algo cálido que iba a abrigar su vida. Su vista se perdía por todos los rincones y, soñando, se veía allí viviendo cómodamente: su televisor, su sillón, la cocina, el dormitorio... Elena observaba todo al igual que él. También ella había empezado a ilusionarse y a sentir la vida entre aquellos muebles; estaba soñando el futuro y se encontraba algo turbada.
Al final del recorrido, ambos coincidieron en todas sus apreciaciones: era un poco más pequeño que el piso anterior, lo cual los había decepcionado un poco; también había algunos muebles que no les gustaban; sin embargo el precio era muy razonable, así como su situación céntrica y el óptimo estado de todos sus componentes. Así, de esta forma, el veredicto resultaba favorable.
- Sí, puede considerar cerrado el trato –dijo Miguel, al tiempo que, con una amplia sonrisa, le extendió su mano.
El dueño correspondió con una grata sonrisa:
- Puede verme cuando quiera para ultimar detalles.
- Correcto, en un par de días le llamaré por teléfono –respondió Miguel con un cierto aire televisivo.
Tomaron de nuevo el ascensor. El portero se despidió de ellos y les abrió la puerta de cristal. Por ella pasaron los dos al mismo tiempo y se juntaron sus cuerpos. En ese momento Elena, sin saber por qué, se agarró a su brazo. En un instante todo el cerebro de Miguel se conmocionó, desconcertado, sin saber cómo reaccionar; no acertaba a comprender esa manifestación espontánea de Elena. Afortunadamente no manifestó el más leve asombro al exterior, lo cual impidió que se rompiese el avance del proceso incierto que los sorprendería.
Salieron a la calle. Miguel tenía todo su cerebro en tensión, aunque sus músculos se encontrasen relajados. Presentía el comportamiento que iba a seguir Elena, pero al mismo tiempo era incapaz de comprenderlo. Actualmente no existía ningún lazo amoroso entre ellos; eran simples amigos. Bien es cierto que hacía un año se sintió enamorado de ella y fue rechazado. Aquello fue un golpe muy duro, pero todo eso había pasado; ya estaba olvidado, ya solo eran muy buenos amigos. La nobleza de Miguel había contribuido a ello al saber afrontar con entereza los hechos. Después, a los pocos meses, Elena se había enamorado de un amigo de Miguel y actualmente todo iba bien en ese noviazgo. Por este motivo no podía comprender lo que su instinto le indicaba. ¿Acaso en el último mes se habían modificado los sentimientos de Elena? Balbino (nombre extraño), su novio, apenas si la veía últimamente. Tenía que estudiar mucho para sacar adelante la oposición que le acechaba. De esta forma Miguel se había convertido en compañero provisional para distraerla en esos días que Balbino debía dedicar por entero al estudio y al obligado insomnio.
Todo eso, en fracciones de segundo, pasaba por su mente. Allí, las sensaciones que le indicaban sus neuronas no encajaban, por imprevisibles, en ningún lado. Todas sus células cognoscitivas estaban atareadas buscando y removiendo los archivos de la memoria. Mas nada hallaban que diese una respuesta lógica a aquellos sentimientos. Hubiera sido necesario mucho tiempo de meditación, de pensar serenamente, de analizar todos los momentos pasados... No pudo ser así. Todo era demasiado rápido. “Mi razón no responde, dejemos que me guíen mis instintos”, tan solo pudo pensar en ese instante. Y esos instintos que parecían dormidos y olvidados, resucitaban ahora incongruentemente.
Dieron tres pasos por la acera, cogidos del brazo. Llegaron al semáforo y este se abrió. La mano de Elena se deslizó por el brazo de Miguel hasta llegar a su mano. Ambas manos se unieron fuertemente. Sintieron un intenso calor y una vibración recorrió todo su cuerpo. Brotó el sudor que barrió el polvo de las horas viejas y sintieron revivir instantes pasados. El camino que un día no se abrió, aparecía hoy ante ellos. El irrefutable destino parecía arrepentirse y rectificar.
Poco después se vieron rodeados de una débil luz roja, embriagados por una música de ensueño que los envolvía. ¡Estaban bailando! ¡Otra vez! “Todo como ayer”, se decía Miguel, sin comprender absolutamente nada. Sus rostros se juntaron y sus pómulos, calientes, hablaron. En un instante dado, tan confuso como los anteriores, sus corazones palpitaron al unísono. Sus cuerpos, dilatados, también hablaron. Ambos eran ya incapaces de pensar. Dejaron arrastrase por algo ajeno y extraño que les guiaba. Por eso no se asombraron cuando sintieron el contacto de unos labios hablando sin sonidos.
Otra vez en la calle, el aire frío de la noche les azotó sin piedad. Abrazados fuertemente, como sintiendo miedo, caminaron por unas calles que se habían vuelto más oscuras. Llegaron a un portal y se detuvieron. Tenían las manos frías. Juntaron de nuevo sus labios y sintieron, poco a poco, desvanecer la presión de sus manos.
“Adiós”.
-oOo-
Otra vez la calle llena de luces cambiantes. Juan y María caminaban junto a Miguel. Apenas sin hablar, recordaban días pasados. Recordaban el tiempo que Juan estuvo en el extranjero. También en aquella ocasión Miguel había sido el encargado de distraer a María y hacerle más llevaderas las horas de soledad y distancia. Todos ellos se sentían orgullosos de aquella triple amistad tan poco usual y tan maravillosa. Todo era noble y limpio, todo era sincero, todo era verdad.
No pudo Miguel aguardar por más tiempo y decidió contarles lo que había pasado la tarde anterior:
- Ayer fui con Elena a ver el piso.
- ¿Os gustó? –preguntó María.
- Sí, bastante, y he decidido comprarlo. Pero no es de esto de lo que os quiero hablar, sino de lo que pasó después.
- ¿Qué pasó? –preguntó María, intrigada.
Miguel no sabía cómo decirlo y optó por hacerlo bruscamente:
- Elena está enamorada de mí.
Juan y María no pudieron reprimir una expresión de asombro e incredulidad.
- ¿Qué dices? No es posible. ¡Qué tontería! –exclamaron los dos.
- ¡Os aseguro que es verdad! ¡Yo tampoco me lo creía, pero es que no cabe ninguna otra explicación!
- ¿Qué es lo que ha pasado? Cuéntanoslo –exclamó María, no encontrando otro camino para salir de dudas.
- Al salir del portal –explicó Miguel-, después de ver el piso, Elena me cogió del brazo.
- ¡Eso no quiere decir nada! –interpeló Juan.
- ¡Déjalo seguir! –prorrumpió María, al ver que estaba interrumpiendo a Miguel en su exposición.
- Al cruzar la calle me cogió la mano. Creo que ninguno de los dos sabíamos lo que hacíamos. Después nos fuimos a bailar. Todo fue como antaño. Estuvimos juntos, muy juntos... la besé... nos besamos. Luego la acompañé hasta su casa y nos despedimos. Aún siento el latir de su corazón, el calor de sus manos, el aroma de sus labios...
- ¿Es verdad lo que dices? –preguntó Juan, completamente desconcertado.
- ¡Claro que lo es!
- Pero ella ¿qué dijo? –preguntó María.
- ¡Nada, no dijimos nada! Todo fue muy rápido, apenas se cómo pudo ocurrir –dijo Miguel con desasosiego.
- No lo comprendo –se repetía María a sí misma.
Ambos no tenían más remedio que creer las palabras de Miguel y no hallaban nada lógico en todo lo que les había dicho.
- No puede ser verdad, no puede ser verdad –se repetía Juan.
- ¡Pero lo es! ¡Estos son los hechos! Por lo demás, no me preguntes, no sabría qué responderte.
- Hace dos días estuve con Elena y estaba tan enamorada de Balbino como siempre –dijo María.
- Entonces ¿por qué se comportó así ayer? –preguntó Miguel.
- No puede ser cierto. Es demasiado absurdo –añadió María.
El desconcierto reinante había alcanzado su punto álgido y todo estaba cada vez más confuso.
- ¿Qué puedo hacer? –preguntó angustiado Miguel.
- ¿Qué sientes por ella? –preguntó, a su vez, Juan.
- Ayer sentí despertar todos mis días pasados. Ayer la amaba y hoy... estoy sumamente desconcertado –dijo Miguel notando cómo se apagaba poco a poco.
Hubo unos momentos de gran tensión. Un silencio mortal al que ya no inmutaban los ruidos externos.
- Miguel, déjalo. De verdad, no hagas nada –le dijo María llevando una mano al rostro de Miguel.
A ella le hubiese gustado que todo aquello fuese cierto, pero reconocía que era demasiado descabellado. Por eso quiso serenar las aguas, que todo volviese a ser como estaba.
- Dejarlo... todo... como estaba... –balbuceaba Miguel.
- Lo comprendes ¿verdad? –le dijo María, tratando de reprimir unas lágrimas que también a ella le brotaban.
También brillaban de desencanto amargo los ojos de Juan. Este le cogió un brazo tratando de animarlo, e incapaz de hablar, oprimió levemente su mano. Al sentirlo, Miguel comprendió y pareció despertar.
- La verdad, habremos de creer la verdad de la gente en vez de creer la nuestra... Dejarlo todo como estaba... Todo ha sido una pesadilla... Lo que haya de ser, será... Dejemos que sea el tiempo quien lo diga...