lunes, 16 de abril de 2018

Rojo sobre negro

Miguel camina solo y triste en el atardecer. Sus pasos titubean y se resienten en su lucha contra el asfalto. Tiene la vista perdida en esa lejanía que impiden los grandes edificios. Sus ojos, mojados vagamente, difuminan todas las cosas. A su lado siente pasar ráfagas de viento. De vez en cuando retumban en sus sienes unos ruidos... una música estúpida y cambiante. Va cerniéndose la noche en un revoloteo silencioso sobre su cabeza.

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Isabel lo miraba con sus tiernos ojos. Sus manos poco a poco se fueron acercando. Ella dejó sobre la mesa el contacto frío del vaso. La mano de Miguel seguía acercándose imperceptiblemente. De pronto ambos sintieron el contacto de una mano ajena. Sin decir nada, mirando simplemente aquellas manos, fueron estrechándolas cada vez con más fuerza.

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Miguel camina lento y fatigoso. Sus pasos se aceleran cada vez que una persona pasa a su lado. Se diría que huye, pero no; nadie lo sigue. Acaso sea su sombra que nunca se aparta de su lado. Y ante él todo está turbio y extraño. No conoce aquella larga avenida, interminable. Se ahoga, está cansado de andar tanto por ese mismo camino, todo recto, sin final.

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- ¿Cómo es que vienes solo? –le preguntó Antonio mientras le tendía la mano.
- No ha podido venir –dijo Miguel insensiblemente.
No había podido ir, pero “No te preocupes”, le había respondido Antonio. Efectivamente no tenía que preocuparse, allí estaba Maribel.

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Miguel, sin saber por qué, ha consultado el reloj. Son las nueve y media de la noche. Sigue caminando. El sol rojizo y tenue apenas es ya un resplandor en el horizonte.

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- ¿No te molesta esta luz? –susurró Maribel.
- Un poco, ¿por qué? –respondió, aún ignorante, Miguel.
Sin hablar, en un instante confuso, se sintió arrastrado hacia un rincón donde otras parejas ignoraban cuanto estuviese a su alrededor. Allí no les molestaría ni siquiera aquella tenue luz rojiza. Entonces no hizo falta que ninguno de los dos comprendiera nada. Una fuerza superior a ellos los condujo a un mundo incomprensible de caricias.

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Miguel está fatigado y siente un frío mortal que invade su cansado cuerpo. En un instante, aquella avenida se transforma en puente. Él se asoma apoyándose trémulo en la frágil barandilla. El paisaje de abajo no es distinto: coches de diversos colores pasan más deprisa que sus reflejos. Él, torpe, siente de pronto una rebelión en su interior. Su alma quiere volar por el vacío, lanzarse hacia el abismo y acabar con aquella interminable agonía de su espíritu; pero las manos –en un instinto primitivo de supervivencia- se aferran brutalmente a aquella barandilla. En una lucha de fuerzas contra sí mismo, se suelta al fin y se da la vuelta para correr atravesando la calzada. Sólo es cuestión de segundos, pero su cuerpo vacila de nuevo... y se detiene. Una ráfaga se acerca hacia él que intenta –tarde- esquivarla. Se escucha un golpe seco y el chirriar de los neumáticos sobre el asfalto. Miguel siente un fuerte dolor en todo el cuerpo mientras aquella ráfaga de luz continúa sin detenerse hasta perderse al final entre otros coches.

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Volvía Miguel, alegre, a su casa; mas cuando ya se disponía a entrar, su vista se posó bruscamente en un cuerpo de mujer: Isabel.
-¿Qué haces aquí? –acertó a preguntar, titubeante, Miguel.
Su cerebro, marcado por el alcohol, no acertaba a reaccionar debidamente. Ella lo miraba fijamente. Se observaba en sus ojos una maraña extraña de sensaciones. Era amor, era desprecio, era... todo menos indiferencia o asombro.
Al final comprendió Miguel lo que aquellos ojos le decían, o mejor dicho, lo intuyó. Se lanzó como loco hacia ella y prorrumpió en gritos o gemidos: “Yo no he sido ¿comprendes? No hice nada. No tuve la culpa”. Pero ella permanecía en silencio. Entonces la presión de las manos sobre sus hombros se hizo más leve... ella se alejó lentamente. Las manos que antes aprisionaban sus hombros colgaban ahora muertas de sus brazos, y su rostro se levantaba impotente al verla desaparecer.

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Miguel yace tendido en la acera. Respira con dificultad. Trata de incorporarse y su esfuerzo resulta estéril. Siente un gran dolor en todo el cuerpo. Su vista se detiene entonces sobre el asfalto negro: está manchado de sangre. Instintivamente se lleva la mano a la frente y en los dedos nota el contacto de ese cálido líquido de la vida y de la muerte. Se estremece. Sacando fuerzas de donde no las tiene, logra al fin reincorporarse. Se pasa el pañuelo por la frente y este se mancha con el carmín de la muerte.
A duras penas, Miguel camina de regreso por la infinita avenida. Atrás, aquella pequeña mancha de sangre sobre el asfalto, se va perdiendo –como todo- en la distancia.

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