sábado, 4 de julio de 2015

Azul eterno

Pienso que en esta sección de vivencias podrían tener cabida igualmente alguna de las anécdotas vividas con otro de mis amigos de infancia y juventud, Pedro Fuentes, con quien escribí a medias la obra de teatro “El tercer yo”, publicada también en esta editorial.

La primera anécdota que recuerdo se remonta a nuestros tiempos de colegio, en tercero de Bachiller. Recuerdo que  solía ir a clase con un jersey azul marino y tenía la costumbre de limpiar su pluma estilográfica en las mangas del jersey. Después me comentaba, divertido, la extrañeza de su madre al ver cómo ese jersey, a pesar del tiempo transcurrido y todos los lavados que le había dado, seguía destiñendo de azul. También resulta curioso cómo muchos años después, cuando me encontré de nuevo con Pedro y le recordé esta anécdota, él no se acordaba de este hecho. Parece ser que cada uno ve la vida de distinta forma y hasta los recuerdos los acomoda de distinta manera creando un pasado que no tiene por qué ser coincidente con el que recuerden los demás ni con el que en realidad haya sido.

Una vez nos fuimos de excursión en pleno invierno a San Rafael. Todo estaba nevado. Conocíamos un sitio, en la cima de una montaña, en donde había una casa de pastores abandonada, en la cual podríamos guarecernos de las inclemencias del tiempo y hacer fogatas confortables en su interior. Además, ese lugar tenía la ventaja de tener un pequeño arroyo de aguas cristalinas en donde podíamos beber y lavarnos. Sin embargo, la dificultad de la nieve (gran cantidad de nieve en polvo recién caída) nos entorpeció tanto el ascenso que se nos hizo de noche antes de poder alcanzar la cima. No tuvimos más remedio que acampar en la ladera, en mitad del ascenso; pero, claro, era una ladera y el suelo estaba inclinado: mal sitio para montar una tienda de campaña. Venía con nosotros otro amigo y entre los tres levantamos unos pequeños muros de nieve para que la tienda no se fuese cuesta abajo y después de muchos esfuerzos conseguimos anclarla debidamente... pero en pendiente. Aquella fue una de las peores noches de mi vida. Además del frío reinante, una vez tumbado para intentar dormir notabas cómo te ibas resbalando poco a poco hacia los pies de la tienda; entonces tenías que trepar hacia la cabecera, intentar dormir algo y... otra vez a resbalarse y a empezar de nuevo.

A la mañana siguiente, sin agua para poder calentarnos un Nescafé, tuvimos que derretir nieve en un cazo para poder beber y tomar nuestro desayuno. Cuando por fin llegamos a la cima, al lugar que teníamos pensado desde el principio, instalamos la tienda debajo del saliente del tejado de aquella casa e hicimos una hoguera en su interior que mantuvimos viva todo el tiempo. Sin embargo fue tanto el frío que pasamos que, en vez de los cinco días que pensábamos estar, decidimos regresar al tercer día. Como la comida que habíamos llevado era para una estancia de cinco días y no queríamos volver cargados con todas esas latas, decidimos dar buena cuenta de todos los alimentos que habíamos llevado. Esa última mañana desayunamos lentejas, salchichas, carne estofada, etc. Y ya durante el descenso y el viaje de regreso en tren nos fuimos calentando con una botella de coñac. Esa vez yo supe parar a tiempo, pero no así Pedro y el otro amigo, que cogieron una melopea de mucho cuidado.

2 comentarios:

lashistoriasdelbuho dijo...

Fue la peor borrachera de mi vida, desde entonces no he vuelto jamás a perder la conciencia de mis actos por el alcohol ni ninguna otra sustancia, salvo la anestesia en mis variadas operaciones. Hace poco mi hermana pequeña me recordaba el estado calamitoso en el que llegué a casa, ella era entonces una cría y me fastidió mucho que todavía recordaba el estado calamitoso de su hermano preferido.
En cuanto a lo del jersey, me lo has recordado varias veces pero yo no lo recuerdo.

Vicente Fisac dijo...

Para eso debe servirnos la experiencia, para aprender. ¿Ves? Aquella experiencia resultó útil.