La Antártida es
un continente cubierto de forma permanente, desde hace miles de años, por
hielo. Es el lugar más elevado, seco, frío, ventoso y vacío de nuestro planeta.
El 97 por ciento de su superficie está cubierto de hielo y, para hacernos una
idea de su tamaño, diremos que es una vez y media más grande que Estados
Unidos. Sin embargo no pertenece a ningún país ni tiene, prácticamente,
habitantes. La Antártida no es propiedad de nadie y se administra mediante un
tratado internacional siendo varios países los que tienen alguna pequeña
población costera y diversas bases científicas en el interior de dicho
territorio. Pero ¿cómo es la vida allí, en especial para los científicos que
viven aislados en las bases del interior?
En la Antártida
sólo hay un día y una noche, eso sí, con un amanecer y un atardecer larguísimo,
como dicen con humor muchos de los científicos que allí hibernan y trabajan. En
verano hay frío y luz constante, mientras que en invierno hay frío más intenso
aún y oscuridad total. Durante ocho meses y medio (de febrero a octubre) los
científicos de estas bases están completamente aislados, al quedar sus bases
completamente inaccesibles ya que hasta el aceite de los motores de los aviones
se congelaría. La capa de hielo supera los 2.700 metros de espesor por lo que
la altitud general del continente supera los 2.800 metros.
Pero es que
incluso su conexión con el mundo exterior está limitada, ya que los satélites
de comunicaciones sólo asoman unos grados por encima del horizonte, por lo que
sólo se dispone de unas pocas horas al día –y de mala calidad- para conectarse
mediante Internet con el resto del mundo.
La temperatura
media es de –38ºC aunque el record se registró en 1983 con una temperatura de
–89ºC. Las bases científicas suelen estar protegidas por una cúpula exterior en
cuyo interior la temperatura puede rondar los –48ºC. En ese espacio intermedio
entre el exterios y los habitáculos de las personas, se suelen almacenar los
alimentos, ya que con temperaturas entre –25ºC y –75ºC hasta los microbios se
mueren o quedan aletargados. Por el contrario, para aquellos otros alimentos
que no deben conservarse congelados, se dispone de frigoríficos que en realidad
son estufas, ya que deben producir calor –en vez de frío- para elevar la
temperatura por encima del punto de congelación.
Con estas
temperaturas no es de extrañar que cada persona lleve unos 10 a 14 kilos de
ropa puesta, dispuesta en varias capas, y confeccionada con materiales
especialmente diseñados para soportar tan bajas temperaturas.
Hacer la colada
en esas condiciones no resulta cómodo y esta suele realizarse una vez por
semana, aunque ciertas prendas como los parkas (rellenos de plumón) no se lavan
nunca, por lo que pronto adquieren colores grisáceos.
Es cierto que
hay agua en abundancia (todo el continente está helado) por lo que se dispone
de una cantidad ilimitada de agua (hielo) que suele tomarse de la capa
exterior. Ese hielo que se derrite para beber y lavarse, probablemente lleve
más de cien años caído.
Si hay dos
bienes realmente valiosos en la Antártida,
estos son sin duda el espacio habitable y el combustible necesario para
producir energía; empezando precisamente por el agua para uso humano, la cual
hay que derretirla primero y eso exige consumo de combustible, un recurso
escaso, caro y difícil de manejar.
La energía se
consigue de motores diesel que hacen rotar generadores gigantes quemando
combustible de aviones, pero estos no pueden trabajar en el exterior ya que ese
carburante se convierte en un gel pegajoso a partir de –60ºC.
El aseo personal
también entraña notables inconvenientes. Se suele disponer de unos dos minutos
(dos veces por semana) para ducharse, porque ya hemos dicho que calentar el
hielo para derretirlo y poder beber o lavarse consume muchos recursos.
Afortunadamente, hoy en día también disponen de una sauna en donde poder
calentarse y combatir, cuando sea necesario, los problemas –por otra parte,
frecuentes- de congelación.
Los baños son
minúsculos (cuanto mayor sea el espacio más energía se necesitará para calentar
cualquier estancia) y son compartidos de forma indistinta por hombres y
mujeres. El pis se hace en unas botellas (los hombres) o en unos tarros (las
mujeres) y después se vierte su contenido en unos barriles. En cuanto a la
caca, hay un vater pero sólo se tira de la cisterna cuando es realmente
necesario. Todos esos residuos humanos van a parar a un pozo y eso es lo único
que no se reenvía al país de origen para reciclar.
Y es que todos
están de acuerdo en preservar lo más posible la pureza de este continente
helado. No se puede usar perfume ni desodorante porque contaminan. Los aparatos
eléctricos de uso no profesional, que superen los 100 vatios, están prohibidos,
y las pilas se agotan enseguida. El frío es tan intenso que si se cae, por
ejemplo, una llave inglesa al suelo, esta se parte. Y allí no hay piezas de
repuesto ni ningún servicio de mensajería que pueda llevar los recambios; cada
aparato que se rompa o estropee debe ser reparado por los propios científicos con
lo que buenamente tengan al alcance.
Todos los
desechos, los desperdicios, etc. se envían en verano –cuando las condiciones
climáticas lo permiten- al país de origen para reciclar. Incluso si durante el
invierno muere alguien, entonces se lava el cuerpo y se guarda congelado hasta
que al llegar la primavera se pueda repatriar.
Como puede
comprenderse, vivir en esas condiciones se hace extremadamente duro: espacios
reducidos, frío insoportable y, sobre todo, un solo día y una sola noche. Sobre
todo en este último caso, el de la noche eterna, los moradores de estas
estaciones deben programar actividades y comidas diferentes para cada día de la
semana, a fin de tener unas referencias que les permitan comprender el paso del
tiempo y mantener la cordura.
Además las
comunidades apenas se componen de unos pocos individuos, nunca más de 40 y con
frecuencia bastantes menos. La convivencia durante tantos meses, en ese entorno
monótono, cerrado y desapacible, con presencia cercana, escasa intimidad, etc.,
provoca roces y todo tipo de problemas sociales que deben solventar buenamente
por ellos mismos ya que no existe ninguna autoridad externa. Cosas tan
sencillas como degustar un tomate o unas hojas de lechuga constituyen todo un
acontecimiento, y por la misma razón, cualquier tontería puede dar lugar a la
más enconada y absurda discusión.
Este es el
ambiente general, pero ¿qué decir de lo relacionado con la salud y la
enfermedad en estas condiciones?
Ejercer la
medicina cuando la temperatura oscila entre –30ºC y –70ºC la mayor parte del
año, tal como sucede en la Antártida, no resulta nada fácil. Para empezar, allí
no hay ningún comité médico que supervise las actuaciones, nadie estudia la
seguridad de los atípicos procedimientos médicos que suelen utilizarse aunque
dichos conocimientos van pasando de unos médicos a otros según se van dando el
relevo, y para colmo, el mejor informe médico disponible es el “Manual Polar”
de la Marina de los Estados Unidos, editado el año... 1965!
Para cualquier
recién llegado a una estación de investigación en la Antártida, hay una serie
de modificaciones en su propio cuerpo que llaman indudablemente la atención. De
entrada, aun cuando la temperatura de los habitáculos esté por encima de cero y
los científicos lleven varios kilos de ropa especial encima, su temperatura
corporal nunca supera los 36ºC.
También es muy
visible cómo las uñas crecen mucho pero se hacen duras y difíciles de cortar, y
las de los pies más aún. En pleno invierno se suele formar una media luna de
sangre debajo de cada uña, aunque no duele. Otro tanto sucede al pelo que, o
bien crece muy deprisa o por el contrario deja de crecer.
Cuando una
persona se ensucia lo bastante, su piel se descama, un proceso que viene a ser
un sistema natural de limpieza en seco. La piel, sobre todo la de las manos,
tiende a secarse y resquebrajarse, abriéndose grietas profundas y duras que no
cicatrizan. Aunque parezca increíble, lo único que consigue cerrarlas es el
pegamento de contacto que a pesar de su toxicidad (por ejemplo no puede
utilizarse para pegar un diente roto ya que podría dañar el nervio) no produce
daños apreciables.
En cuanto a las
heridas, es conveniente frotarlas con aceite con vitamina E para que cicatricen
mejor; sin embargo se observa cómo las heridas no cicatrizan bien durante los
meses de luz constante y en cambio cicatrizan mucho mejor durante los meses de
oscuridad invernal.
Son muy
frecuentes también las hemorragias nasales, debido posiblemente a la escasa
humedad y a la altitud (recordemos que el espesor de la capa de hielo que hay
sobre la tierra continental supera ampliamente los dos kilómetros). Cuando las
temperaturas externas están por debajo de los –34ºC (como allí es habitual) hay
que recurrir en estos casos a la epinefrina para detener las hemorragias y si
esto no es suficiente, a la cauterización.
En el Polo Sur
no pueden utilizarse tiritas ni esparadrapo porque allí no son capaces de
adherirse a la piel, por ello los científicos que trabajan en estas estaciones
deben utilizar para estos menesteres cinta aislante, de esa que se utiliza para
proteger los cables eléctricos o pegar tuberías.
Y más vale tener
bien la vista porque allí no se pueden utilizar lentillas ya que estas se
quedarían pegadas a la córnea; por ello, quien lo necesite, deberá usar gafas,
aunque con el inconveniente de tener que estar siempre limpiándolas porque se
empañan constantemente.
Afortunadamente
para los pequeños grupos de personas que deben convivir en esos reducidos
espacios por espacio de seis meses o un año (recordemos que durante los meses
de invierno quedan completamente desconectados del mundo exterior, sin
posibilidad alguna de rescate), se ha comprobado cómo al poco tiempo cada uno de
los miembros desarrolla sus propios anticuerpos contra los gérmenes de los
otros compañeros que tiene al lado de forma permanente, y gracias a ello no
suelen surgir nuevas infecciones.
Los efectos de
la hipoxia crónica (síndrome generado por la falta de oxígeno) y de la
hipotermia, aún no se han estudiado a fondo. El metabolismo se acelera cuando
recibe luz del sol continuada, mientras que el frío aumenta el tamaño de las
glándulas suprarrenales. En verano, la gente se vuelve nerviosa, hiperactiva e
irascible. Además, por la hipoxia crónica y la falta del ciclo luz/oscuridad,
la gente desarrolla el “Síndrome de los ojos como platos”, caracterizado por
insomnio, falta de orientación y pérdida de memoria.
Sin embargo lo
peor de todo son las consecuencias del “Fenómeno de altitud fisiológica”. ¿En
qué consiste? Veamos: la fuerza centrífuga de la rotación terrestre hace que la
atmósfera se ensanche en el ecuador y se estreche en los polos. Así, la masa de
aire en el ecuador pesa más que en los polos, con lo cual la masa de aire en
los polos es más fina y ligera allí, a 2.800 metros de altitud, que a la misma
altitud en cualquier otro lugar del planeta. Además, la baja presión
barométrica hace que la sangre absorba menos oxígeno y la altitud fisiológica
sea la equivalente a 3.700 metros de altitud real.
Los síntomas
derivados de esto son numerosos y preocupantes: cansancio, falta de
concentración, alteraciones del sueño, náuseas... es decir, los síntomas
clásicos de un “mal de altura” como el que suele afectar a los alpinistas. La
visión comienza a reducirse entre los 1.500 y 2.500 metros y el razonamiento
conceptual empieza a fallar a partir de los 3.600 metros.
Como
consecuencia de una estancia en aquél lugar, la saturación de oxígeno en la
sangre se reduce a menos del 88 por ciento, cuando lo normal es que oscile
entre el 95 y el 100 por cien. Esta hipoxia crónica va eliminando células
cerebrales, una reducción en torno al 13 por ciento a corto plazo para las
personas que hibernan allí, según se ha constatado en algunos estudios.
Por esta falta
de estímulos sensoriales y por la hipoxia crónica, no sólo se afecta la visión
sino también el comportamiento y se producen con frecuencia lapsus amnésicos.
Se pierde la capacidad de memorizar y se reduce el vocabulario. Por ejemplo: se
pueden visualizar las palabras y conocer su significado, pero no se es capaz de
emplearlas.
Es evidente la
dureza de vivir, aunque sea por espacios cortos de tiempo, en condiciones tan
duras como las que se dan en este sexto continente. No es raro que quienes
pasan allí una temporada no experimente en algún momento el “Síndrome de estar
quemado”, caracterizado por el deseo de huir de la compañía de los demás y
quedarse absorto contemplando el vacío, con una falta evidente de capacidad de
atención y de pérdida de memoria. Pero, por el contrario, bien sea por el
cerebro poco oxigenado o por alteraciones de las glándulas suprarrenales, el
caso es que allí se ríe mucho y –quizás ayudado por la monotonía del entorno
cerrado- cualquier chorrada es un acontecimiento. Y eso sin tener que recurrir
al alcohol porque, como ya se sabe, cuando hay menos oxígeno aumentan sus
efectos.
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