lunes, 30 de abril de 2018

Me lo han dicho tus rodillas

Marisa estaba sentada en un sofá vacío. Frente a ella una mesa con bebidas. Tenue la música como fondo que incita al descanso, una tibia luz roja y difusa bañando los cuerpos, un aire tal vez enrarecido por el humo de los cigarrillos pero no por eso carente de un perfume de fiesta. Todo era limpio, fresco, aun cuando pudiera parecer lo contrario a quien penetrase en este espacio por primera vez.

Una sombra, un cuerpo, Miguel se acercó a la mesa. Miraron por un instante sus ojos y relucieron de alegría. Después tomó asiento junto a ella. Al principio, contraídos los músculos por la alegría del encuentro, no acertaron a pronunciar palabra. Miraban fijamente sus ojos viéndose en ellos como antaño. Continuaban inmóviles. En sus cerebros trabajaban afanosamente las células de la memoria tratando de reconstruir quizás el último encuentro. ¿Cuánto tiempo hacía de aquello? ¿Qué había sido de ellos en esos meses de ausencia? ¿Cómo se había producido aquél inusitado reencuentro? ¿Cuánto? ¿Qué? ¿Cómo? Impulsados por estos interrogantes y serenados ya un poco, lograron por fin hablar.
- ¿Qué tal estás? –dijo Miguel, viendo en la amplia sonrisa de Marisa su respuesta- No sabes cómo me alegra volver a encontrarte. Tenía tantas ganas de verte...
- También a mí me llena de alegría volver a verte. He pensado mucho en ti –respondió Marisa.
Al fin sintieron en sus oídos aquellas voces ajenas que sonaban como algo propio. Tenían, tal vez, un sabor a recuerdo.
Miguel deslizó su brazo sobre el hombro de Marisa y así, unidos, continuaron hablando. Al mismo tiempo, recorrían con la mirada sus cuerpos, redescubriendo aquellos matices, aquellos recuerdos pertenecientes al pasado, que ahora volvían a leer.
- Me sentía muy solo sin ti. Te he necesitado mucho. Me diste la mejor parte de todos mis recuerdos –dijo Miguel.
- Recuerdos –meditaba Marisa- ¿Te acuerdas de todo?... Aquellos momentos que me enseñaste a vivir... No sé cómo explicarte todas las sensaciones que se acumulan en mi interior.
- Has representado mucho en mi vida, quizás demasiado para tan poco tiempo. ¿Qué pasó después? ¿Recuerdas todas nuestras tardes, aquellas que pasamos en un ambiente como este? Antaño éramos los reyes, los dueños; hoy, sin embargo, somos tan solo una pieza más del engranaje –dijo Miguel, revelando sus más íntimos pensamientos.

Ya estaba hecha la presentación. Ya estaba rota aquella capa de escarcha que separaba el hoy de los recuerdos. Miguel cogió la mano de Marisa y la acarició. Sintió desvanecerse sus dedos al contacto con aquella piel en la que un día resucitó su espíritu. Tiró lentamente de ella y pronto estuvieron bailando en el mismo mundo de antaño. ¡Qué lejos sentía volar sus sentimientos! Respiraba una felicidad que se había expandido a su alrededor borrando cualquier otro signo que no fueran ellos mismos. Estaba allí solos los dos, de nuevo. Sus pies se deslizaron parejos, libres de toda opresión contra el suelo. Sus corazones latían al unísono, como pertenecientes a un mismo cuerpo. Sus mejillas, calientes de espíritu, se abrigaban con sus cabellos. Deseaban más que nada sentirse unidos, sentirse enteros.

Después de unos instantes no medibles, regresaron al presente. Continuaban mirándose, como tratando de descubrir algo que flotaba en el ambiente y no acertaban a comprender qué podía ser. Pero lo notaban; efectivamente existía algo, y ese algo era la razón de aquél inesperado encuentro.

De pronto, la vista de Miguel se posó en las rodillas de Marisa. Las miró unos instantes y como si estuviese leyendo en ellas, se estremeció.
- Me lo han dicho tus rodillas –susurró al oído de Marisa.
Ella, instintivamente, se las miró también y no acertaba a comprender.
- ¿Cómo las ves? –interrogó a Miguel.
- Están llenas, radiantes, ágiles... pero están inquietas.
- ¿A qué te refieres? –trató de concretar Marisa, que ya comenzaba a entrever el misterio de aquella tarde fuera del tiempo.
Miguel meditaba. Miró otra vez las rodillas de Marisa y después sus ojos.
- Cada una de las células de nuestro cuerpo siente al unísono con él. Si es así ¿qué no van a expresar estas rodillas que me gritan a su manera? Míralas, están como la última vez que las vi, como yo las quería. Como ves, son tus rodillas... que ya no son mías –dijo, al fin, quedando abatido.
- No digas eso, estas son “tus” rodillas, las que tú quieres. Son tuyas y son para ti –respondió Marisa, apresuradamente, aunque al fin había comprendido todo.
- Mira ahora tus ojos, reflejados en los míos, y dime si no es verdad esta distancia que respiro. Pero ¿qué es lo que te ha impulsado a venir aquí esta tarde? ¿Qué soy para ti? –preguntó Miguel con ansiedad.
- Yo te amo –dijo Marisa.
- Eso no es cierto –cortó Miguel.
- Yo te amo, pero no con las tres letras que componen la palabra, sino mucho más. Eres todo para mí. Te amo como novio, te aprecio como amigo, te quiero como a un hijo, te respeto como a un padre... todo, eres todo para mi –dijo Marisa.
- Luego entonces... no soy nada –trató de resumir Miguel, mientras sentía cómo su ánimo caía vertiginosamente.
- Tampoco es eso, pero... soy incapaz de definirte. Estás fuera del tiempo. Eres como un oasis, como una ráfaga de brisa que nos sorprenden un día de calma. Eres algo y mucho, pero... no eres de aquí, no eres como los demás –dijo Marisa.
- Tienes razón. Y sin embargo me cuesta hacerme a la idea. ¡Cuánto quisiera ser menos pero ser de aquí! Déjalo, no te preocupes, te comprendo y no te lo reprocho.

La conversación paró un instante. Parecía como si ya todo estuviese dicho; sin embargo aún permanecían allí. Ese misterio estaba esclarecido. ¿Qué hacer entonces? Ambos habían experimentado una nueva sensación que sus cerebros no acertaban a catalogar; por eso permanecía estáticos.
- ¿Qué nos queda por hacer? –preguntó Miguel, quien no soportaba por más tiempo aquella incertidumbre.
- No existe nada ni nadie que nos lo pueda decir. ¿No será mejor dejar esta tarde aquí? Sin saber por qué nos hemos encontrado y hemos sentido algo sin nombre, algo que no podemos definir con palabras –dijo Marisa.
- Es verdad, tus rodillas revelaron como espejo algo nuevo, sin conocer. Hemos sido felices esta tarde como tantas otras. Paremos aquí, despidámonos ya y esperemos... –añadió Miguel a modo de despedida.
- Será mejor, sin hacer nada, esperar una nueva tarde de amor sin nombre para nuestros cuerpos.

lunes, 23 de abril de 2018

Amor de centros

Poco a poco fue naciendo... imperceptiblemente. Todos los órganos se habían vuelto independientes: tiraban en todos los sentidos. Mas aún era pronto, y escapaba de la consciencia aquella extraña maraña de atracciones.
-Un hombre nos separa ¿o tal vez nos une? -se preguntaban a menudo.
-Nuestro cuerpo está formado por átomos, los cuales tienen cargas positivas y negativas. Estos átomos poseen una carga determinada de atracción. Cuando los átomos de un cuerpo se encuentran con los de otro cuerpo que los complementan, se enamoran. Ese es el único amor: el amor de átomos, el amor de centros –decía Miguel.
- ¡Cuántas verdades hay en el mundo! ¿Será verdad el amor de átomos? Posiblemente sí. Entonces ¿Cómo explicar esta dispersión que noto en mi cuerpo? –preguntaba Ana.
- Un cuerpo se interpone entre nosotros. ¿Tendremos los dos la misma carga? De ser así ¿cuál podrá verse compensado? –reflexionaba Miguel.

Los dos, Ana y Miguel, sentían cómo sus moléculas les estiraban los músculos; se encontraban insatisfechos, inquietos de cuanto les rodeaba.¡Ay! tremenda lucha. ¿Qué hacer? Sin embargo él nada podía hacer y nada haría. ¿Por qué? Acaso fuese una rebelión, un castigo sobre ese cuerpo que intentaba traicionar sus ideas; un castigo sobre esas ideas que intentaban traicionar sus principios.

Ana se hallaba aún más turbada. Necesitaba dar, entregarse más allá del límite de sus fuerzas. Pero dos fuerzas ajenas a su cuerpo interferían el natural metabolismo psíquico y no la dejaban descansar. “Miguel me necesita más. ¿Qué debo hacer? ¿A cuál de los dos debo entregarme?”. Sin embargo ya estaba rota su razón cerebral y vagaba lejos, al impulso de sus átomos; volaba en dispersión. Y cansada ya, dejarse llevar, dejarse guiar; no hay otro remedio. ¿Por qué no ha de ser la mejor solución?

Y la tarde, siempre fecunda en todos los aspectos, habría de verse envuelta en la resolución de esas inquietudes. La tarde del día, la tarde de la vida; siempre tarde para aquél que empieza.

Se habían dado cuenta del valor de los sentimientos ajenos. Ya no les valía de nada fingir, disimular unos hechos a todos evidentes.
- Yo siento tu atracción. Tal vez no debiera ser así, pero ¿qué hacer si no? Tenemos cerrado el camino, no existe ninguna otra solución. Van a reventar nuestros cerebros. Desde que, sin querer, tuvimos el primer contacto, quedó rota nuestra razón. Ámame, deja que nuestro átomos se amen.
Estas palabras, dichas por ambos, habían rasgado el tiempo sorprendiendo a cuantos les rodeaban. Sólo preguntas surgían en las mentes de los testigos de aquella insospechada revelación. Todas las barreras, construidas laboriosamente año tras año, en un momento habían sucumbido. “No existen ya valores fijos”, se habían dicho los testigos, aún sin salir de su parálisis.

Mas así como habían caído las barreras, así escaparon de aquél ambiente de miradas; miraron a sus propios cuerpos; escaparon al mundo de sus primeros sueños.
Miguel, apenas serenado, trataba de emitir palabras que sus labios le negaban: “Ya estamos solos; solo nos queda unirnos”.
Ana, también sobrecogida, miraba aquél nuevo cuerpo que, sin hacer nada, fue capaz de romper todo su pasado. “Soy tuya”, dijo tan sólo.

Con la timidez pura de un primer contacto, la vida estallaba ante sus ojos. Sus labios, inmóviles, se dejaban arrastrar. Las manos, olvidadas, flotaban lejos, en otros espacios. Se unieron. Se alejaron.
- Es otro aire este que respiramos. No sé qué decir, sólo se sentir.
Así, durante unos espacios fuera del tiempo, unieron sus labios en un primer abrazo de sus cuerpos. Los átomos veían así cumplidos todos sus deseos. Esa felicidad que ahora sentían superaba cuanto habían podido imaginar. No existía ninguna fuerza que pudiera separar aquello que ya estaba unido. Derramaron lágrimas blancas de amor sobre cada una de las moléculas de sus cuerpos. Los cabellos, perdidos en el espacio, sirvieron de tibia almohada para todos sus deseos. Así, despacio, sintieron deslizarse sus cuerpos, fundirse con la nada. Y ellos dos, allí aunados en sí y separados de todo, eran el embrión de un amor que al fin se realizaba. Al cabo hubo una pausa, un vacío que se abría...
- Tú no sabes amarme –suspiró Ana.
- Pero te amo –un poco triste, interpeló Miguel.
De nuevo se miraron, se vieron allí solos, despojados de todo y llenos. Así, con una nueva expresión, le respondió Ana:
- Si quieres, puedo enseñarte.
No hablaron más. Todo se había realizado y la tranquilidad dormía aquellos cuerpos mientras sus almas soñaban. ¡Ay, amor, amor de centros...!

lunes, 16 de abril de 2018

Rojo sobre negro

Miguel camina solo y triste en el atardecer. Sus pasos titubean y se resienten en su lucha contra el asfalto. Tiene la vista perdida en esa lejanía que impiden los grandes edificios. Sus ojos, mojados vagamente, difuminan todas las cosas. A su lado siente pasar ráfagas de viento. De vez en cuando retumban en sus sienes unos ruidos... una música estúpida y cambiante. Va cerniéndose la noche en un revoloteo silencioso sobre su cabeza.

-oOo-

Isabel lo miraba con sus tiernos ojos. Sus manos poco a poco se fueron acercando. Ella dejó sobre la mesa el contacto frío del vaso. La mano de Miguel seguía acercándose imperceptiblemente. De pronto ambos sintieron el contacto de una mano ajena. Sin decir nada, mirando simplemente aquellas manos, fueron estrechándolas cada vez con más fuerza.

-oOo-

Miguel camina lento y fatigoso. Sus pasos se aceleran cada vez que una persona pasa a su lado. Se diría que huye, pero no; nadie lo sigue. Acaso sea su sombra que nunca se aparta de su lado. Y ante él todo está turbio y extraño. No conoce aquella larga avenida, interminable. Se ahoga, está cansado de andar tanto por ese mismo camino, todo recto, sin final.

-oOo-

- ¿Cómo es que vienes solo? –le preguntó Antonio mientras le tendía la mano.
- No ha podido venir –dijo Miguel insensiblemente.
No había podido ir, pero “No te preocupes”, le había respondido Antonio. Efectivamente no tenía que preocuparse, allí estaba Maribel.

-oOo-

Miguel, sin saber por qué, ha consultado el reloj. Son las nueve y media de la noche. Sigue caminando. El sol rojizo y tenue apenas es ya un resplandor en el horizonte.

-oOo-

- ¿No te molesta esta luz? –susurró Maribel.
- Un poco, ¿por qué? –respondió, aún ignorante, Miguel.
Sin hablar, en un instante confuso, se sintió arrastrado hacia un rincón donde otras parejas ignoraban cuanto estuviese a su alrededor. Allí no les molestaría ni siquiera aquella tenue luz rojiza. Entonces no hizo falta que ninguno de los dos comprendiera nada. Una fuerza superior a ellos los condujo a un mundo incomprensible de caricias.

-oOo-

Miguel está fatigado y siente un frío mortal que invade su cansado cuerpo. En un instante, aquella avenida se transforma en puente. Él se asoma apoyándose trémulo en la frágil barandilla. El paisaje de abajo no es distinto: coches de diversos colores pasan más deprisa que sus reflejos. Él, torpe, siente de pronto una rebelión en su interior. Su alma quiere volar por el vacío, lanzarse hacia el abismo y acabar con aquella interminable agonía de su espíritu; pero las manos –en un instinto primitivo de supervivencia- se aferran brutalmente a aquella barandilla. En una lucha de fuerzas contra sí mismo, se suelta al fin y se da la vuelta para correr atravesando la calzada. Sólo es cuestión de segundos, pero su cuerpo vacila de nuevo... y se detiene. Una ráfaga se acerca hacia él que intenta –tarde- esquivarla. Se escucha un golpe seco y el chirriar de los neumáticos sobre el asfalto. Miguel siente un fuerte dolor en todo el cuerpo mientras aquella ráfaga de luz continúa sin detenerse hasta perderse al final entre otros coches.

-oOo-

Volvía Miguel, alegre, a su casa; mas cuando ya se disponía a entrar, su vista se posó bruscamente en un cuerpo de mujer: Isabel.
-¿Qué haces aquí? –acertó a preguntar, titubeante, Miguel.
Su cerebro, marcado por el alcohol, no acertaba a reaccionar debidamente. Ella lo miraba fijamente. Se observaba en sus ojos una maraña extraña de sensaciones. Era amor, era desprecio, era... todo menos indiferencia o asombro.
Al final comprendió Miguel lo que aquellos ojos le decían, o mejor dicho, lo intuyó. Se lanzó como loco hacia ella y prorrumpió en gritos o gemidos: “Yo no he sido ¿comprendes? No hice nada. No tuve la culpa”. Pero ella permanecía en silencio. Entonces la presión de las manos sobre sus hombros se hizo más leve... ella se alejó lentamente. Las manos que antes aprisionaban sus hombros colgaban ahora muertas de sus brazos, y su rostro se levantaba impotente al verla desaparecer.

-oOo-

Miguel yace tendido en la acera. Respira con dificultad. Trata de incorporarse y su esfuerzo resulta estéril. Siente un gran dolor en todo el cuerpo. Su vista se detiene entonces sobre el asfalto negro: está manchado de sangre. Instintivamente se lleva la mano a la frente y en los dedos nota el contacto de ese cálido líquido de la vida y de la muerte. Se estremece. Sacando fuerzas de donde no las tiene, logra al fin reincorporarse. Se pasa el pañuelo por la frente y este se mancha con el carmín de la muerte.
A duras penas, Miguel camina de regreso por la infinita avenida. Atrás, aquella pequeña mancha de sangre sobre el asfalto, se va perdiendo –como todo- en la distancia.

lunes, 9 de abril de 2018

A las nueve y media

A las  nueve y media había terminado la proyección de la película. Pronto estuvo la calle rebosante de los más variados tipos de personas. Como correspondía a un país subdesarrollado, se veían caras toscas y rudas con los ojos cansados. No había en ellas otra luz que la del sol al despertarlas al trabajo cada mañana. En sus mentes sólo había la idea del trabajo para poder sobrevivir y una idea muy vaga de Dios. Un Dios con barba y aspecto severo. “No hagas esto”, era la única palabra que de Dios llegaba a los oídos de esas personas. Con su andar torpe chocaban con las demás viandantes y un “perdón” oscuro y apagado surgía de sus labios resecos del tinto distante. Después se veía cómo unos dedos buscaban unas monedas en los bolsillos mientras se dirigían al metro. Allí el vaivén les aturdiría aún más que aquella película que no habían comprendido.

Pero esos hombres quedaban ya lejos. Miguel regresaba a su casa y en sus ojos afloraba el temor de haber comprendido demasiado: el presagio de una angustia que se acercaba a grandes pasos. Sus dedos, seguros e indecisos al tiempo, buscaban un cigarrillo que llevarse a los labios. Todavía era temprano y la tentación de entrar en aquél bar lleno de gente era fuerte. Las luces cambiantes de los edificios le hacían dudar. Decidió proseguir el camino hasta su casa. Pero aún era pronto. Otro bar atrajo sus pasos. Se decidió y entró. De nuevo la rutina:
- ¿Qué desea? –preguntó el camarero con su tono indiferente.
- Un peppermint –respondió Miguel sin saber por qué.
Contempló la ridícula copa entre sus dedos. “Seis euros por esto, qué ridículo”, pensó. Bebió el primer sorbo, lo saboreó. Las imágenes de la película se repetían en su mente, pero en aquél momento era incapaz de pensar en algo concreto. El bar comenzó a llenarse de gente. Apuró su copa. De pronto sintió deseos de beber más, un vaso grande, toneladas de peppermint que le ayudasen a borrar pensamientos vagos de su mente. Pero no, debía salir de allí lo antes posible. Pagó y rápidamente salió a la calle de  nuevo. La gente rozaba sus costados. Ya no pensaba en ellos como personas, simplemente eran objetos que le rozaban. Pronto llegó a su casa. El saludo cotidiano al portero y las respuestas de ambos, meramente indiferentes. Después, una cena que se le hizo interminable. Se retiró a su habitación. Por un momento sintió deseos de escribir. Decidió dejarlo. Se desvistió con la indiferencia de siempre y se tendió en la cama blanda. “Cuántas personas habrá hoy sin una cama mullida en la que descansar”, pensó. Pronto fueron desapareciendo los pensamientos de su mente y el sueño le alejó a unos mundos por conocer.

Mientras tanto, en otro lugar...

-oOo-

A las nueve y media la había dejado un taxi. Antonio vio desde sus ojos tibios cómo el coche se alejaba. Encarnita no volvió la cabeza. Una nuca difuminada permanecía en los ojos llorosos de Antonio. Sin embargo él no lloraba, no le quedaban fuerzas para eso. Se dio la vuelta hacia el metro cercano. Su alma estaba muerta. Su cuerpo, por inercia, se iba moviendo. Mientras regresaba a la pensión, una duda le atormentaba. No se imaginaba un futuro sin ella. Sus labios estaban resecos de la indiferencia ajena y su alma era incapaz ya de rebelarse. Él creía en todas las cosas hermosas de la vida. Él también tenía un Dios, grandioso, omnipotente, comprensivo. Su tierra andaluza estaba lejos. Se encontraba solo entre unos edificios que no comprendía y entre unos hombres y mujeres que no le comprendían. En un momento se arrepintió de que aquellas palabras hubieran salido esa tarde de su boca. Pensó en la bondad y sencillez de la tierra en que vio el sol pro primera vez, donde las mujeres  sonreían y eran felices al conocer el milagro de despertar y estar con vida cada mañana; unas mujeres que adoraban a los santos de su tierra. Durante siglos habían rezado al levantarse y al acostarse, habían visitado a su Dios todos los días y habían hablado con él.

Pero aquella, su tierra madre, había quedado lejos. Ahora estaban taponándole los ojos grandes edificios grises. “Yo quiero tu amistad, pero no quiero atarme tan pronto. Necesito ser libre”, le había dicho Encarnita aquella tarde. Y él la amaba, quizás sin ser consciente de ello, desde el primer día. Aquella tarde había estado a su lado en un café antiguo. Habían bebido algo y habían hablado largo rato. Antonio a veces tartamudeaba. Sus palabras se agolpaban en la boca, impacientes por salir cuanto antes. Y ella, inconscientemente, mirándole con unos ojos tentadores. Aún no comprendía Antonio a los habitantes de estas tierras, unos seres confusos, unión de diversas, de infinitas tendencias extranjeras.

Y volvieron a su mente los recuerdos. “Te quiero, necesito tenerte a mi lado. No puedo dormir estas noches al saber que te soy indiferente. ¿Por qué no quieres salir más conmigo? Sin ti no tengo ganas de hacer nada. Tan sólo tú puedes salvarme”. No, Antonio no se arrepentía de haber pronunciado aquellas palabras, las repetiría cuantas veces fuera necesario. Él había ido con sus mejores intenciones, con sus más abiertas esperanzas. La necesitaba a ella quizás –de forma inconsciente- para afirmarse ante sí mismo como hombre. Sin embargo aquella tarde se habían apagado sus más firmes ilusiones. Ya no tenía deseo ni de pensar. Se encontraba destrozado y desconcertado. Era su primer amor de verdad. Al apagarse este había visto morir todas sus ilusiones anteriores. Como una gran hoja muerta y desgarrada se dejaba arrastrar por los caprichos del viento. Y en sus ojos, irremisiblemente, brillaba la remota esperanza de que algún día se realizarían sus anhelos.

-oOo-

Todos los días eran iguales. Miguel se dio cuenta. Las ilusiones no existían. Sólo eran inventos del hombre para librarle de la desesperación, algo para distraer su tedio. Allí en la gran ciudad era difícil encontrar alguna alegría duradera. Todo pasaba más rápidamente que sus reflejos. Podría llamar a cualquiera de sus muchos amigos, sin embargo prefería estar solo, a pesar de que la soledad llegaba a veces a agobiarle. Quería olvidar todo lo que le rodeaba, quería llegar... a no sentirse. El cine podría ser su escapatoria en aquél difícil momento. Le habían hablado muy bien de una película: “Volver a vivir”. ¡Cuánto le había gustado el título! También él quería volver a vivir, realizar en la vida lo que anhelaba en vez de aquello que le obligaba a hacer la sociedad. Pero ¿qué le importaba a él la sociedad?, nunca se sintió atado a ella y sin embargo siempre estuvo preso en sus redes. Pero pensaba en que llegaría un día en el que diría adió definitivo al mundo de falsedad y de prejuicios que le rodeaba.

Entró en el cine, era de barrio pero, al contrario de los de su clase, presentaba un magnífico aspecto. Era un día laborable y tan sólo unas butacas habían sido ocupadas. Poco antes de que diese comienzo la proyección, Antonio se fijó en las personas que, como él, estaban esperando ver la proyección de la película. La mayor parte de ellos, al igual que él, estaban solos. “Solos” ¡qué triste palabra! “¿Por qué habrán venido?”, se preguntó. Y vio sus caras serias ocultando una tristeza con la esperanza de ser subsanada por la sucesión de las imágenes. Se hizo la oscuridad en la sala y pronto se ahogó el silencio. Ya nadie miraba a la persona que tenía al lado. Ya nadie pensaba en nada. Quietos, callados, parecían navegar lejos de sus fronteras. Ya nadie había en la sala que estuviese dentro, tan solo unos cuerpos inmóviles de los que habían escapado sus almas durante dos horas. Después, cuando hubiese terminado la proyección, ¿qué sería de todos esos espectadores que habían quedado abstraídos por esas imágenes? ¿Volverían a vivir?

-oOo-

Encarnita volvió a su casa como todos los días. Su rostro permanecía como cualquier otro día... o quizás se sintiese algo afectado, pero los familiares no siempre se dan cuenta de lo que realmente pasa en el interior de sus seres queridos. Tal vez por eso, pasase desapercibida. Después de una cena como tantas otras llegó a su habitación. Lentamente se recostó sobre la cama y alejó con cuidado sus zapatos. Seguía pensando en todo lo sucedido aquella tarde. A un mismo tiempo se sentía culpable e inocente. “¿Qué culpa tengo yo de que Antonio se haya enamorado de mí? ¿Acaso le di pie para ello? Él fue siempre para mí un buen amigo, pero nada más. Pero los hombres no conciben que pueda existir la amistad entre los dos sexos. Y sin embargo Antonio era diferente... pero no, nunca he sentido hacia él otra cosa que no fuese amistad”, se decía.

Estaba cansada del día y la hora incita al descanso. Posiblemente su mente necesitaba más el descanso que su propio cuerpo. Comenzó a desvestirse. Se quitó el jersey que alborotó su semilarga melena, mas no hizo nada por arreglársela; en esos momentos se sentía desdichada y todo le daba igual. Cogió el camisón y se lo puso rápidamente, aún no había llegado la primavera y hacía frío. Ni siquiera se ocupó de ordenar la ropa sobre la silla. Deseaba encontrarse muerta. Y el suave roce de las sábanas infundió un escalofrío en su olvidado cuerpo. Apagó la luz y no se movió. Le parecía que de moverse rompería el encanto de la noche y esta la castigaría otra vez trayéndole las tristes palabras de Antonio. Había creído tener un buen amigo, había creído... tantas cosas.  Pero ahora la noche le había revelado que estaba sola, sí, estaba sola y fría. Ya no tenía nada. Aquellas ganas irrefrenables de vivir habían sido amortiguadas ¿quién sabe por qué? Quizás por aquellas palabras sinceras que nunca hubiera esperado escuchar. “Dejad que la noche se lleve todo lo que habéis tenido y con la nueva mañana volveréis a vivir”, acertó a recordar –aunque no sabía muy bien dónde lo había leído- antes de caer definitivamente dormida.

-oOo-

- Cada uno de nosotros tiene un día y una hora, señalada por Dios, que han de hacer cambiar nuestra vida”, dijo Rafael.
- Pero ¿cuál es ese día? ¿Es que acaso podemos conocerlo? Muchos somos los que buscamos incesantemente la verdad. Pero ¿cuál es la verdad, la que dicen los demás o la que cada uno llevamos dentro? Yo personalmente creo más en la que llevo dentro y sin embargo la desconozco. ¿Es que podemos, quizás, decir de un día que hizo cambiar nuestra vida? –respondió Miguel.

Los dos amigos, Rafael y Miguel se hallaban sentados, conversando animadamente en una cafetería. Ambos gustaban de hablar de temas profundos, querían que todas las conversaciones tuviesen  algo de trascendentales.
- El hombre se diferencia del animal en su capacidad para pensar. Si los animales no hablan es porque, al no pensar, simplemente no tienen nada que decir. Se contentan con emitir tres o cuatro sonidos que les advierten del peligro, el hambre o el amor –decía Miguel.
- ¿Y no crees que a veces los hombres nos comportamos como los animales? –al advertir el signo afirmativo de su compañero prosiguió- Por eso me gusta hablar de temas profundos, sentirme, sencillamente, un poco humano.

Los dos se encontraban maravillosamente compenetrados y pensaban que si todos los demás se comportasen en este sentido como ellos, todo iría mucho mejor. Pero por desgracia no era así y no podían evitar muchas críticas precisamente por este sensato comportamiento. Su aspecto, con el pelo largo, ropa cuidada y conversación profunda, llamaba la atención y muchas veces la crítica cuando sus planteamientos no coincidían con lo “políticamente correcto”. Por otra parte, tampoco encajaban bien entre la mayor parte de los jóvenes de su edad, mucho más banales e intrascendentes. En realidad formaban parte de un microgrupo social aún por catalogar. Pero en cualquier caso nada de esto les preocupaba a ellos. “El poder de la mente habrá de vencer algún día al imperio del cuerpo”, solía decir Miguel.
Al cabo de un rato se hizo un silencio. Rafael consultó el reloj e interrumpió a Miguel.
- ¿Has pensado en algo para esta tarde?
- ¿Qué hora es?
- Las nueve y media –dijo sin consultar nuevamente la hora.
- Entonces ya habrán abierto. Podíamos ir a esa discoteca que está aquí al lado.
- De acuerdo, vamos.
Se levantaron. Después de dejar el importe de la consumición sobre la mesa, se dirigieron a la puerta. El camarero les interrumpió:
- Psssst! Oigan ¿han pagado?
- Sí, allí está –dijo Rafael señalando la mesa.
Al verlo, el camarero sonrió como pidiendo perdón por su desconfianza y, tal vez en desagravio, los despidió con un “¡Gracias!” sonoro que se escuchó en todo el local. Rápidamente se dirigieron al club cercano. Rafael miró, sonriendo a Miguel, y le dijo:
- ¿Será este nuestro día y nuestra hora?

-oOo-

Encarnita se había despertado distinta aquella mañana. Casi olvidadas, ausentes de sus oídos, estaban aquellas palabras de Antonio que tanto habían turbado su alma el día anterior. En realidad creía que había sido cierto el último pensamiento que tuvo antes de dormirse la noche anterior; la nueva mañana le había devuelto la vida. Tenía ganas de divertirse, de reír, de olvidar lo que ya estaba olvidado. A mediodía, y después de esperar largo rato a que su hermana terminase de hablar por teléfono, consiguió monopolizarlo para llamar a su amiga Sara. Las conversaciones –no se sabía nunca muy bien de qué- eran interminables. Comentaron algunas incidencias menores del día anterior. Sara no quiso traerle al recuerdo el nombre de Antonio. Por el tono de las palabras de Encarnita, comprendía que ya estaba olvidado, de lo cual ella también se alegraba. Tras más de media hora de conversación, apenas notado por ambas, surgió la propuesta:
- Te llamaba para ver qué podemos hacer esta tarde –dijo Encarnita que, en realidad, era para esto para lo que había llamado.
- Podíamos ir a bailar a aquella disco en donde estuvimos el sábado pasado –respondió Sara, tras un titubeo inicial.

Como a Encarnita le pareció bien, quedaron en que Sara pasaría a recogerla después de comer. “Soy libre y no tengo que dar cuentas a nadie”, se decía, sintiéndose inmensamente feliz. Nunca profundizaba demasiado en todo lo que hacía o decía y por ello no era consciente de que también esa libertad sin rumbo podía ser una condena. Pero como siempre, cuando este tipo de dudas afloraban a su mente, se decía: “Dejémoslo para cuando seamos viejas”. En realidad le bastaba con rozar la superficie de la vida para ser feliz y tenía miedo a penetrar en sus raíces y descubrir acaso la vaciedad de su vida. Además, ella nunca había tenido problemas graves y hasta que le llegasen era mejor disfrutar plenamente de todo aquello que tenía a su alcance.

Se abría ahora un pequeño lapsus antes de que se reanudasen los estudios de su Master. Tenía que desquitarse de tantas mañanas estudiando sólo por complacer a sus padres convencidos de la necesidad de una carrera para “labrarse un provenir” –como decían- de llegar a ser algo por ella misma.

Pero con tanto hablar por teléfono se le había pasado volando el tiempo y sus padres la esperaban impacientes para la comida. El toque de atención de estos en nada aminoró el estado de euforia en que se encontraba y sonreía pensando en su libertad y en la prometedora noche que iba a pasar con su amiga y... ¿quién sabe? “Aún no ha llegado ni mi día ni mi hora”, se decía a sí misma volviendo a sonreír.

-oOo-

Había una pequeña fila de jóvenes con las más variopintas y estrafalarias ropas, esperando su turno para acceder al local. De vez en cuando, algún joven vestido de manera formal, llamaba poderosamente la atención. Pero cualquier cosa que atrajese su atención, sólo lo hacía de forma fugaz, era inmediatamente olvidada. En aquellas mentes no existía ningún recuerdo que durase más allá de unas pocas horas. Rafael y Miguel siguieron avanzando en aquella fila hasta que llegó su turno. Una joven miró a Miguel y éste le devolvió la mirada que mantuvieron durante unos segundos hasta acabar sonriendo. Sin duda se habían preguntado quién sería el otro. Rafael se dio cuenta de esto. Él también, sin necesidad de hablar, miró a Vicente con complicidad.

Por fin llegaron a la puerta de entrada y antes de hacerlo miraron hacia atrás de nuevo, pero aquella joven ya había desaparecido perdida entre la tumultuosa fila de los que aún aguardaban impacientes por entrar. El paso de la luz a la oscuridad, les hizo detenerse. Las ondas sonoras de la música a todo volumen les hizo comprender que habían llegado a su destino. Un conjunto, con largas melenas y trajes de cuero, emitían acordes repetitivos tras los cuales no se podía distinguir si había o no una melodía. El cantante, adelantado del grupo, gritaba ininteligibles palabras con el micrófono tan metido en la boca que parecía querer comérselo. Alguna vez se le entendía decir “because, because”. Las parejas, distribuidas irregularmente por la pista, se contorsionaban y esgrimían sus brazos epilépticamente.

- ¡Ya se va animando esto! –gritó Miguel.
Rafael le indicó el camino hacia una de las mesas; era muy difícil hablar en medio de tanto estruendo. Chocando con distintas personas, lograron por fin acceder a su mesa. El batería del conjunto golpeaba furiosamente los timbales, la caja, el bombo, el plato. El público se entusiasmaba y una multitud de gritos femeninos le transmitía más energía aún. El batería, sonriendo satisfecho, bajaba su ímpetu y volvía a dar paso a sus compañeros. Un camarero se acercó a la mesa y peguntó por la consumición que deseaban tomar. Poco después llegaba de nuevo con un ron con limón para Miguel y un cubalibre para Rafael.
La chica que a la entrada había cruzado sus miradas con Miguel, bailaba ahora en la pista con otro joven.
Miguel le comentaba a Rafael que en otro tiempo había detestado aquella sociedad, pero que finalmente se había dado cuenta  de que cualquier tipo de sociedad establecida sobre la Tierra iba en contra de sus principios. Por eso vivía ahora en su mundo, su propio mundo, que tan solo compartía con aquellos que podían comprenderlo. Rafael lo comprendía bien. En otro tiempo él había sentido algo semejante. Sin embargo, ahora estaban allí y la ocasión era propicia para arribar a unos brazos femeninos. A unas mesas de distancia descubrieron dos chicas solas, las miraron e hicieron gesto de invitación. Ellas accedieron. 

Se levantaron los cuatro y se dirigieron a la pista atravesando el bosque humano que poblaba aquella extraña pradera con una luz rojiza cual sol mortecino. En aquél momento el conjunto comenzaba una nueva canción. “¿Canción?”, se preguntaron entre el asombro y la duda. Mientras movían sus cuerpos al compás de los sonidos, se hicieron las presentaciones de rigor y a voz en grito fueron intercambiando algunas frases.
- Yo soy Miguel. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
- Encarnita.

FIN... ¿o comienzo?

lunes, 2 de abril de 2018

A punto

Esperando. Así se comienza. Esperando el principio. Una llamada telefónica que ha de mover toda una vida envuelta en la esperanza. Miguel comenzó la mayor campaña publicitaria de su vida, vendía: a sí mismo; su trabajo, sus ideas. Hasta entonces había llevado una vida irregular; el fiel de la balanza no lograba restablecer el equilibrio. Altos y bajos, euforia y pesimismo; eso era todo. Alguna vez se cansó.

Como siempre conectó el tocadiscos para embalsamar su espíritu. Como siempre, encendió un cigarrillo para llenar de niebla el presente; acaso fuese una táctica para escapar más fácilmente hacia su verdadero mundo, el interior. Como siempre, se sirvió una bebida (ahora sin alcohol; alguna vez llegó a emborracharse y no quería repetir la experiencia) y de vez en cuando daba un sorbo y lo paladeaba, le gustaba recrearse en los pequeños placeres de la vida. Como siempre, se puso a escribir algo, trataba de conocerse mejor cada día; en realidad su mundo interior era tan amplio que nunca llegaba a conocerse del todo. Aparte de esto, lo demás no era “como siempre”.

- “¿Dónde diriges tus pasos, humano?
- Al esfuerzo, al querer y a la batalla.
- ¡Caminas loco!
- Eso dicen, hermano, pero siento dentro del pecho fuego, fuego y algo que –de sentirlo tú- serías loco, loco, feliz y vivo como yo”.

Miguel recordó, por un momento, aquellas palabras de su maestro que supieron encauzar toda su potencia creativa a un fin concreto. Y las repetía, se las sabía de memoria, se sentía identificado con ellas. Estaba impaciente, quería salir pronto de ese letargo para edificar toda la vida que había ido construyendo a base de sueños, anhelos y realidades. Atrás, un poco atrás, iba quedando el puzzle anterior. Estaba saliendo. Quería hacerlo más deprisa, pero sabía contenerse. La experiencia no siempre es imprescindible, pero sí es verdad que ayuda mucho. Posiblemente hace un par de años no hubiera podido esperar ese momento con tanta serenidad. Sin embargo, era esta una serenidad fingida, social; en su interior trataban de aflorar todas sus fuerzas y él se contenía. Era su pequeño y primer triunfo sobre la vida. “El coraje se lleva dentro, la planificación o autocontrol se aprende con los años, y cuando se logran unir estas dos cosas ya podemos cantar victoria: estamos preparados para la vida”, pensaba.

En aquél día no tenía cabida en su alma el pesimismo. Se sentía pletórico y controlado: una mujer que le esperaba. Era real. Todos los momentos que respiraba eran más reales que nunca. Prácticamente estaba esperando la llamada que confirmase la culminación de sus anhelos. Y ella... siempre ella orientando su vida hacia la luz, hacia la fuerza. Se sentía loco, feliz y vivo.

Se acabó el puzzle cuando nadie lo esperaba, ni siquiera él mismo. Se encontró con esa sorpresa una mañana. Pero ahora quería recordar un poco todos esos años turbios en que no llegó a discernir lo real, los anhelos y los sueños. Eva, Elena, María, Ana, Gunvor, Amparo... sólo nombres, pero también algo más: una clave a descifrar el por qué de su vida.
Algo hubo de real y algo también de sueños y de anhelos. Él mismo reconoció un día la potencia de su mente, capaz casi de crear cosas de la nada. Miguel quería sentirse hombre y acaso fuese así siempre, pero necesitaba imperiosamente que alguien ajeno se lo confirmase. Por eso lo buscó más allá del límite de sus fuerzas. Gritaba, reía, lloraba, hacía el amor, intentaba suicidarse, se emborrachaba, dormía, esperaba; intentaba escapar de una sociedad mal concebida que no era acorde con sus ideas... y no podía, tenía que vivir en ella.

“No puedo escapar”, se dijo, y como única puerta de salida vio su interior: “Aquí no me encontrarán ni podrán hacerme daño”. Así se vio de nuevo en su claustro materno. Pero había una diferencia: ahora podía pensar y se daba cuenta de su estrechez y su soledad. “¡No quiero estar solo!”, gritó. Pero los tejidos y la placenta a la que había retornado, ahogaban sus gemidos. Estaba empezando a sentir claustrofobia que enturbiaba su hasta entonces sano razonamiento. Vinieron entonces las alucinaciones que enturbiaron más aún su mente.

Una extraña infidelidad, fruto de su inexperiencia, hace que se rompan las ligazones que podían haber marcado su camino. Está a punto de morir, pero queda a la deriva, borracho, malherido, presa fácil de las alucinaciones, inmerso en un mundo que no acierta a comprender.
Una mujer lo ama y Miguel hace al amor con ella, traicionando así a su mejor amigo. Una mujer que no lo ama, flirtea con él mientras le expone una falsa realidad que Miguel acepta. Una mujer que no lo quiere le engaña con falsas historias; después Miguel lo discute aún sabiendo que todo aquello es frío y falso, un engaño de los sentidos. Una mañana se encuentra solo, frío y vacío: tiene la mente en blanco. Un día recuerda una escena lejana en el tiempo y así lo reconoce: “¡Qué atrás se ha quedado el tiempo!”.
Un día despierta en un paisaje que no conoce, con la sensación de haber hecho el amor esa noche y, fatigado y sin ganas de pensar, duerme otra vez junto a ese cuerpo ajeno que no conoce. Un viaje nocturno le lleva a un país extraño donde se enamora de una camarera mientras su padre vive otra extraña experiencia...

Durante todo ese tiempo había ido luchando por salir de aquél claustro materno en el que se había recluido voluntariamente y que ahora lamentaba. Comenzó a sacar la cabeza y ver la realidad de las cosas; pero aún tenía dentro la mayor parte de su cuerpo y su limitación de movimientos no le permitía ver en toda su amplitud la realidad de cuanto le rodeaba. Conoció, entonces, a otra mujer que le guiaría hacia la luz, que le ayudaría a salir. Cada parpadeo ante el esfuerzo llevaba a su mente nuevas alucinaciones, pero ya no se dejaba vencer. Así, poco a poco, también fue sacando algunos miembros. Y ya finalmente, tras un gran esfuerzo, se vio libre, recién nacido a un mundo que no había cambiado pero en el que ahora sí podría vivir.

Se puso en pie. Miró hacia atrás. Allí estaba la realidad de su vida, lo ficticio de sus sueños y la realidad-sueño de sus más fervientes anhelos. Allí estaba él, un hombre que no había sabido distinguir lo real y lo falso de su vida, pues todo cuanto le rodeaba era confuso y le obligaba a seguir, seguir, seguir siempre sobre el límite de sus fuerzas. Pero en el fondo agradeció aquella lucha donde iría, poco a poco, muriendo lo negativo de su vida y donde quizás encontrase la salvación de una parte de su ser cuando el sueño y el anhelo se hiciesen también realidad.