A las nueve y media había terminado la proyección de la película. Pronto estuvo la calle rebosante de los más variados tipos de personas. Como correspondía a un país subdesarrollado, se veían caras toscas y rudas con los ojos cansados. No había en ellas otra luz que la del sol al despertarlas al trabajo cada mañana. En sus mentes sólo había la idea del trabajo para poder sobrevivir y una idea muy vaga de Dios. Un Dios con barba y aspecto severo. “No hagas esto”, era la única palabra que de Dios llegaba a los oídos de esas personas. Con su andar torpe chocaban con las demás viandantes y un “perdón” oscuro y apagado surgía de sus labios resecos del tinto distante. Después se veía cómo unos dedos buscaban unas monedas en los bolsillos mientras se dirigían al metro. Allí el vaivén les aturdiría aún más que aquella película que no habían comprendido.
Pero esos hombres quedaban ya lejos. Miguel regresaba a su casa y en sus ojos afloraba el temor de haber comprendido demasiado: el presagio de una angustia que se acercaba a grandes pasos. Sus dedos, seguros e indecisos al tiempo, buscaban un cigarrillo que llevarse a los labios. Todavía era temprano y la tentación de entrar en aquél bar lleno de gente era fuerte. Las luces cambiantes de los edificios le hacían dudar. Decidió proseguir el camino hasta su casa. Pero aún era pronto. Otro bar atrajo sus pasos. Se decidió y entró. De nuevo la rutina:
- ¿Qué desea? –preguntó el camarero con su tono indiferente.
- Un peppermint –respondió Miguel sin saber por qué.
Contempló la ridícula copa entre sus dedos. “Seis euros por esto, qué ridículo”, pensó. Bebió el primer sorbo, lo saboreó. Las imágenes de la película se repetían en su mente, pero en aquél momento era incapaz de pensar en algo concreto. El bar comenzó a llenarse de gente. Apuró su copa. De pronto sintió deseos de beber más, un vaso grande, toneladas de peppermint que le ayudasen a borrar pensamientos vagos de su mente. Pero no, debía salir de allí lo antes posible. Pagó y rápidamente salió a la calle de nuevo. La gente rozaba sus costados. Ya no pensaba en ellos como personas, simplemente eran objetos que le rozaban. Pronto llegó a su casa. El saludo cotidiano al portero y las respuestas de ambos, meramente indiferentes. Después, una cena que se le hizo interminable. Se retiró a su habitación. Por un momento sintió deseos de escribir. Decidió dejarlo. Se desvistió con la indiferencia de siempre y se tendió en la cama blanda. “Cuántas personas habrá hoy sin una cama mullida en la que descansar”, pensó. Pronto fueron desapareciendo los pensamientos de su mente y el sueño le alejó a unos mundos por conocer.
Mientras tanto, en otro lugar...
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A las nueve y media la había dejado un taxi. Antonio vio desde sus ojos tibios cómo el coche se alejaba. Encarnita no volvió la cabeza. Una nuca difuminada permanecía en los ojos llorosos de Antonio. Sin embargo él no lloraba, no le quedaban fuerzas para eso. Se dio la vuelta hacia el metro cercano. Su alma estaba muerta. Su cuerpo, por inercia, se iba moviendo. Mientras regresaba a la pensión, una duda le atormentaba. No se imaginaba un futuro sin ella. Sus labios estaban resecos de la indiferencia ajena y su alma era incapaz ya de rebelarse. Él creía en todas las cosas hermosas de la vida. Él también tenía un Dios, grandioso, omnipotente, comprensivo. Su tierra andaluza estaba lejos. Se encontraba solo entre unos edificios que no comprendía y entre unos hombres y mujeres que no le comprendían. En un momento se arrepintió de que aquellas palabras hubieran salido esa tarde de su boca. Pensó en la bondad y sencillez de la tierra en que vio el sol pro primera vez, donde las mujeres sonreían y eran felices al conocer el milagro de despertar y estar con vida cada mañana; unas mujeres que adoraban a los santos de su tierra. Durante siglos habían rezado al levantarse y al acostarse, habían visitado a su Dios todos los días y habían hablado con él.
Pero aquella, su tierra madre, había quedado lejos. Ahora estaban taponándole los ojos grandes edificios grises. “Yo quiero tu amistad, pero no quiero atarme tan pronto. Necesito ser libre”, le había dicho Encarnita aquella tarde. Y él la amaba, quizás sin ser consciente de ello, desde el primer día. Aquella tarde había estado a su lado en un café antiguo. Habían bebido algo y habían hablado largo rato. Antonio a veces tartamudeaba. Sus palabras se agolpaban en la boca, impacientes por salir cuanto antes. Y ella, inconscientemente, mirándole con unos ojos tentadores. Aún no comprendía Antonio a los habitantes de estas tierras, unos seres confusos, unión de diversas, de infinitas tendencias extranjeras.
Y volvieron a su mente los recuerdos. “Te quiero, necesito tenerte a mi lado. No puedo dormir estas noches al saber que te soy indiferente. ¿Por qué no quieres salir más conmigo? Sin ti no tengo ganas de hacer nada. Tan sólo tú puedes salvarme”. No, Antonio no se arrepentía de haber pronunciado aquellas palabras, las repetiría cuantas veces fuera necesario. Él había ido con sus mejores intenciones, con sus más abiertas esperanzas. La necesitaba a ella quizás –de forma inconsciente- para afirmarse ante sí mismo como hombre. Sin embargo aquella tarde se habían apagado sus más firmes ilusiones. Ya no tenía deseo ni de pensar. Se encontraba destrozado y desconcertado. Era su primer amor de verdad. Al apagarse este había visto morir todas sus ilusiones anteriores. Como una gran hoja muerta y desgarrada se dejaba arrastrar por los caprichos del viento. Y en sus ojos, irremisiblemente, brillaba la remota esperanza de que algún día se realizarían sus anhelos.
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Todos los días eran iguales. Miguel se dio cuenta. Las ilusiones no existían. Sólo eran inventos del hombre para librarle de la desesperación, algo para distraer su tedio. Allí en la gran ciudad era difícil encontrar alguna alegría duradera. Todo pasaba más rápidamente que sus reflejos. Podría llamar a cualquiera de sus muchos amigos, sin embargo prefería estar solo, a pesar de que la soledad llegaba a veces a agobiarle. Quería olvidar todo lo que le rodeaba, quería llegar... a no sentirse. El cine podría ser su escapatoria en aquél difícil momento. Le habían hablado muy bien de una película: “Volver a vivir”. ¡Cuánto le había gustado el título! También él quería volver a vivir, realizar en la vida lo que anhelaba en vez de aquello que le obligaba a hacer la sociedad. Pero ¿qué le importaba a él la sociedad?, nunca se sintió atado a ella y sin embargo siempre estuvo preso en sus redes. Pero pensaba en que llegaría un día en el que diría adió definitivo al mundo de falsedad y de prejuicios que le rodeaba.
Entró en el cine, era de barrio pero, al contrario de los de su clase, presentaba un magnífico aspecto. Era un día laborable y tan sólo unas butacas habían sido ocupadas. Poco antes de que diese comienzo la proyección, Antonio se fijó en las personas que, como él, estaban esperando ver la proyección de la película. La mayor parte de ellos, al igual que él, estaban solos. “Solos” ¡qué triste palabra! “¿Por qué habrán venido?”, se preguntó. Y vio sus caras serias ocultando una tristeza con la esperanza de ser subsanada por la sucesión de las imágenes. Se hizo la oscuridad en la sala y pronto se ahogó el silencio. Ya nadie miraba a la persona que tenía al lado. Ya nadie pensaba en nada. Quietos, callados, parecían navegar lejos de sus fronteras. Ya nadie había en la sala que estuviese dentro, tan solo unos cuerpos inmóviles de los que habían escapado sus almas durante dos horas. Después, cuando hubiese terminado la proyección, ¿qué sería de todos esos espectadores que habían quedado abstraídos por esas imágenes? ¿Volverían a vivir?
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Encarnita volvió a su casa como todos los días. Su rostro permanecía como cualquier otro día... o quizás se sintiese algo afectado, pero los familiares no siempre se dan cuenta de lo que realmente pasa en el interior de sus seres queridos. Tal vez por eso, pasase desapercibida. Después de una cena como tantas otras llegó a su habitación. Lentamente se recostó sobre la cama y alejó con cuidado sus zapatos. Seguía pensando en todo lo sucedido aquella tarde. A un mismo tiempo se sentía culpable e inocente. “¿Qué culpa tengo yo de que Antonio se haya enamorado de mí? ¿Acaso le di pie para ello? Él fue siempre para mí un buen amigo, pero nada más. Pero los hombres no conciben que pueda existir la amistad entre los dos sexos. Y sin embargo Antonio era diferente... pero no, nunca he sentido hacia él otra cosa que no fuese amistad”, se decía.
Estaba cansada del día y la hora incita al descanso. Posiblemente su mente necesitaba más el descanso que su propio cuerpo. Comenzó a desvestirse. Se quitó el jersey que alborotó su semilarga melena, mas no hizo nada por arreglársela; en esos momentos se sentía desdichada y todo le daba igual. Cogió el camisón y se lo puso rápidamente, aún no había llegado la primavera y hacía frío. Ni siquiera se ocupó de ordenar la ropa sobre la silla. Deseaba encontrarse muerta. Y el suave roce de las sábanas infundió un escalofrío en su olvidado cuerpo. Apagó la luz y no se movió. Le parecía que de moverse rompería el encanto de la noche y esta la castigaría otra vez trayéndole las tristes palabras de Antonio. Había creído tener un buen amigo, había creído... tantas cosas. Pero ahora la noche le había revelado que estaba sola, sí, estaba sola y fría. Ya no tenía nada. Aquellas ganas irrefrenables de vivir habían sido amortiguadas ¿quién sabe por qué? Quizás por aquellas palabras sinceras que nunca hubiera esperado escuchar. “Dejad que la noche se lleve todo lo que habéis tenido y con la nueva mañana volveréis a vivir”, acertó a recordar –aunque no sabía muy bien dónde lo había leído- antes de caer definitivamente dormida.
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- Cada uno de nosotros tiene un día y una hora, señalada por Dios, que han de hacer cambiar nuestra vida”, dijo Rafael.
- Pero ¿cuál es ese día? ¿Es que acaso podemos conocerlo? Muchos somos los que buscamos incesantemente la verdad. Pero ¿cuál es la verdad, la que dicen los demás o la que cada uno llevamos dentro? Yo personalmente creo más en la que llevo dentro y sin embargo la desconozco. ¿Es que podemos, quizás, decir de un día que hizo cambiar nuestra vida? –respondió Miguel.
Los dos amigos, Rafael y Miguel se hallaban sentados, conversando animadamente en una cafetería. Ambos gustaban de hablar de temas profundos, querían que todas las conversaciones tuviesen algo de trascendentales.
- El hombre se diferencia del animal en su capacidad para pensar. Si los animales no hablan es porque, al no pensar, simplemente no tienen nada que decir. Se contentan con emitir tres o cuatro sonidos que les advierten del peligro, el hambre o el amor –decía Miguel.
- ¿Y no crees que a veces los hombres nos comportamos como los animales? –al advertir el signo afirmativo de su compañero prosiguió- Por eso me gusta hablar de temas profundos, sentirme, sencillamente, un poco humano.
Los dos se encontraban maravillosamente compenetrados y pensaban que si todos los demás se comportasen en este sentido como ellos, todo iría mucho mejor. Pero por desgracia no era así y no podían evitar muchas críticas precisamente por este sensato comportamiento. Su aspecto, con el pelo largo, ropa cuidada y conversación profunda, llamaba la atención y muchas veces la crítica cuando sus planteamientos no coincidían con lo “políticamente correcto”. Por otra parte, tampoco encajaban bien entre la mayor parte de los jóvenes de su edad, mucho más banales e intrascendentes. En realidad formaban parte de un microgrupo social aún por catalogar. Pero en cualquier caso nada de esto les preocupaba a ellos. “El poder de la mente habrá de vencer algún día al imperio del cuerpo”, solía decir Miguel.
Al cabo de un rato se hizo un silencio. Rafael consultó el reloj e interrumpió a Miguel.
- ¿Has pensado en algo para esta tarde?
- ¿Qué hora es?
- Las nueve y media –dijo sin consultar nuevamente la hora.
- Entonces ya habrán abierto. Podíamos ir a esa discoteca que está aquí al lado.
- De acuerdo, vamos.
Se levantaron. Después de dejar el importe de la consumición sobre la mesa, se dirigieron a la puerta. El camarero les interrumpió:
- Psssst! Oigan ¿han pagado?
- Sí, allí está –dijo Rafael señalando la mesa.
Al verlo, el camarero sonrió como pidiendo perdón por su desconfianza y, tal vez en desagravio, los despidió con un “¡Gracias!” sonoro que se escuchó en todo el local. Rápidamente se dirigieron al club cercano. Rafael miró, sonriendo a Miguel, y le dijo:
- ¿Será este nuestro día y nuestra hora?
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Encarnita se había despertado distinta aquella mañana. Casi olvidadas, ausentes de sus oídos, estaban aquellas palabras de Antonio que tanto habían turbado su alma el día anterior. En realidad creía que había sido cierto el último pensamiento que tuvo antes de dormirse la noche anterior; la nueva mañana le había devuelto la vida. Tenía ganas de divertirse, de reír, de olvidar lo que ya estaba olvidado. A mediodía, y después de esperar largo rato a que su hermana terminase de hablar por teléfono, consiguió monopolizarlo para llamar a su amiga Sara. Las conversaciones –no se sabía nunca muy bien de qué- eran interminables. Comentaron algunas incidencias menores del día anterior. Sara no quiso traerle al recuerdo el nombre de Antonio. Por el tono de las palabras de Encarnita, comprendía que ya estaba olvidado, de lo cual ella también se alegraba. Tras más de media hora de conversación, apenas notado por ambas, surgió la propuesta:
- Te llamaba para ver qué podemos hacer esta tarde –dijo Encarnita que, en realidad, era para esto para lo que había llamado.
- Podíamos ir a bailar a aquella disco en donde estuvimos el sábado pasado –respondió Sara, tras un titubeo inicial.
Como a Encarnita le pareció bien, quedaron en que Sara pasaría a recogerla después de comer. “Soy libre y no tengo que dar cuentas a nadie”, se decía, sintiéndose inmensamente feliz. Nunca profundizaba demasiado en todo lo que hacía o decía y por ello no era consciente de que también esa libertad sin rumbo podía ser una condena. Pero como siempre, cuando este tipo de dudas afloraban a su mente, se decía: “Dejémoslo para cuando seamos viejas”. En realidad le bastaba con rozar la superficie de la vida para ser feliz y tenía miedo a penetrar en sus raíces y descubrir acaso la vaciedad de su vida. Además, ella nunca había tenido problemas graves y hasta que le llegasen era mejor disfrutar plenamente de todo aquello que tenía a su alcance.
Se abría ahora un pequeño lapsus antes de que se reanudasen los estudios de su Master. Tenía que desquitarse de tantas mañanas estudiando sólo por complacer a sus padres convencidos de la necesidad de una carrera para “labrarse un provenir” –como decían- de llegar a ser algo por ella misma.
Pero con tanto hablar por teléfono se le había pasado volando el tiempo y sus padres la esperaban impacientes para la comida. El toque de atención de estos en nada aminoró el estado de euforia en que se encontraba y sonreía pensando en su libertad y en la prometedora noche que iba a pasar con su amiga y... ¿quién sabe? “Aún no ha llegado ni mi día ni mi hora”, se decía a sí misma volviendo a sonreír.
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Había una pequeña fila de jóvenes con las más variopintas y estrafalarias ropas, esperando su turno para acceder al local. De vez en cuando, algún joven vestido de manera formal, llamaba poderosamente la atención. Pero cualquier cosa que atrajese su atención, sólo lo hacía de forma fugaz, era inmediatamente olvidada. En aquellas mentes no existía ningún recuerdo que durase más allá de unas pocas horas. Rafael y Miguel siguieron avanzando en aquella fila hasta que llegó su turno. Una joven miró a Miguel y éste le devolvió la mirada que mantuvieron durante unos segundos hasta acabar sonriendo. Sin duda se habían preguntado quién sería el otro. Rafael se dio cuenta de esto. Él también, sin necesidad de hablar, miró a Vicente con complicidad.
Por fin llegaron a la puerta de entrada y antes de hacerlo miraron hacia atrás de nuevo, pero aquella joven ya había desaparecido perdida entre la tumultuosa fila de los que aún aguardaban impacientes por entrar. El paso de la luz a la oscuridad, les hizo detenerse. Las ondas sonoras de la música a todo volumen les hizo comprender que habían llegado a su destino. Un conjunto, con largas melenas y trajes de cuero, emitían acordes repetitivos tras los cuales no se podía distinguir si había o no una melodía. El cantante, adelantado del grupo, gritaba ininteligibles palabras con el micrófono tan metido en la boca que parecía querer comérselo. Alguna vez se le entendía decir “because, because”. Las parejas, distribuidas irregularmente por la pista, se contorsionaban y esgrimían sus brazos epilépticamente.
- ¡Ya se va animando esto! –gritó Miguel.
Rafael le indicó el camino hacia una de las mesas; era muy difícil hablar en medio de tanto estruendo. Chocando con distintas personas, lograron por fin acceder a su mesa. El batería del conjunto golpeaba furiosamente los timbales, la caja, el bombo, el plato. El público se entusiasmaba y una multitud de gritos femeninos le transmitía más energía aún. El batería, sonriendo satisfecho, bajaba su ímpetu y volvía a dar paso a sus compañeros. Un camarero se acercó a la mesa y peguntó por la consumición que deseaban tomar. Poco después llegaba de nuevo con un ron con limón para Miguel y un cubalibre para Rafael.
La chica que a la entrada había cruzado sus miradas con Miguel, bailaba ahora en la pista con otro joven.
Miguel le comentaba a Rafael que en otro tiempo había detestado aquella sociedad, pero que finalmente se había dado cuenta de que cualquier tipo de sociedad establecida sobre la Tierra iba en contra de sus principios. Por eso vivía ahora en su mundo, su propio mundo, que tan solo compartía con aquellos que podían comprenderlo. Rafael lo comprendía bien. En otro tiempo él había sentido algo semejante. Sin embargo, ahora estaban allí y la ocasión era propicia para arribar a unos brazos femeninos. A unas mesas de distancia descubrieron dos chicas solas, las miraron e hicieron gesto de invitación. Ellas accedieron.
Se levantaron los cuatro y se dirigieron a la pista atravesando el bosque humano que poblaba aquella extraña pradera con una luz rojiza cual sol mortecino. En aquél momento el conjunto comenzaba una nueva canción. “¿Canción?”, se preguntaron entre el asombro y la duda. Mientras movían sus cuerpos al compás de los sonidos, se hicieron las presentaciones de rigor y a voz en grito fueron intercambiando algunas frases.
- Yo soy Miguel. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
- Encarnita.
FIN... ¿o comienzo?