Rieron
juntos, y por un instante, el bullicio de la discoteca se desvaneció, como si
el mundo entero se hubiera reducido al pequeño espacio de ellos dos en aquella
mesa.
- También me
gusta la música clásica -añadió ella, con un tono casi confesional-. Menos mal,
porque mis padres siempre me llevan a conciertos. ¡Imagínate si no me
gustara!
Juan arqueó
una ceja, intrigado.
- Pero si estás
tan “atada” a ellos, ¿qué haces aquí?
- Vine con
una amiga que no paraba de insistir hasta que me convenció, quizás le dije que
sí para darle gusto una vez y que ya me dejara en paz con su obsesión por venir
a estos sitios que no van conmigo para nada. ¿Y tú?
- Lo mismo, tampoco
me han gustado nunca estos sitios, pero mis amigos me arrastraron. Pero este
lugar, fíjate… -Hizo un gesto hacia la pista, en donde podía verse una
marabunta de cuerpos moviéndose como marionetas bajo las luces- Mucho ruido, poca
luz, y demasiada superficialidad.
Ella siguió
su mirada, y sus labios se curvaron en una sonrisa cómplice.
- Cuerpos
vacíos, ¿verdad? -dictaminó ella.
- Exacto –reafirmó
Juan, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, alguien entendía lo que
llevaba meses intentando expresar.
- Ojalá
nunca seamos así, como ellos, como cuerpos vacíos... ¿A ti te gusta bailar? -preguntó
de repente ella, con un tono juguetón que tomó a Juan por sorpresa.
- No, lo
encuentro absurdo. Pero a veces hay que hacer cosas absurdas, ¿verdad?
Y, sorpresivamente,
como impulsados por un mágico resorte, ambos se levantaron y se dirigieron a la
pista a bailar una de esas piezas lentas que de vez en cuando ponían en las
discotecas para dar un pequeño descanso a los frenéticos espasmos del rock and
roll.
La música de
“Noches de blanco satén”, de los Moddy Blues, los envolvió y poco a poco fueron
estrechando sus cuerpos y sus almas. Él dijo que se llamaba Juan y ella que se
llamaba Clara, pero ninguno dio más detalles que permitiesen identificarlos
porque lo que cada uno buscaba era el interior del otro, no su envoltura ni sus
circunstancias.
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Ella alzó
los ojos, sorprendida, y Juan sintió una vibración especial que recorrió todo
su cuerpo. Sus ojos, de un castaño cálido, tenían una profundidad que parecía
invitar a perderse en ellos.
- “Noches de
Sing-Sing”, de Harry Stephen Skiller -respondió, con una voz suave pero firme,
como si no tuviera nada que demostrar.
Juan sonrió,
genuinamente intrigado.
- No lo
conozco, y eso que leo mucho. ¿Me dejas anotar el autor? -Sacó una pequeña
libreta y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta. Ella sostuvo el libro
abierto para él, con un gesto natural que desarmó la timidez de Juan.
- Claro -dijo,
con una sonrisa que era más una invitación que una cortesía.
- Harry...
Stephen... Skiller -murmuró Juan mientras escribía, con una caligrafía
apresurada pero legible-. Listo. Yo también soy escritor, aunque no de best sellers,
por supuesto. ¿Tanto te gusta leer que vienes a un sitio como este?
Ella rio
suavemente, una risa cálida y cristalina que se alzó por encima del murmullo de
la discoteca como un acorde perfecto.
- Cualquier
lugar es bueno para leer un libro… si es un buen libro, claro. Pero en este
caso prefiero leer a estar aquí, esa es la verdad.
- ¿Qué lees
normalmente? -preguntó Juan, sentándose frente a ella sin pedir permiso, como
si supiera que no necesitaba hacerlo.
- De todo,
pero me pierden los franceses: Camus, Sartre, Colette. ¿Y tú?
- Poesía y
prosa poética, ya sean libros de poemas, novelas o teatro. No sé, por ejemplo
Tagore, Casona… -Hizo una pausa, como si evaluara si valía la pena sincerarse-.
Estoy escribiendo unas novelas para una editorial, pero no las típicas que
todos compran y nadie lee. En las mías, el argumento es secundario; lo
importante es el alma de los personajes, sus reflexiones.
Ella lo miró
con un brillo de interés genuino.
- Eso es lo
que realmente importa. ¿Has leído “La dueña de las nubes”?
- No. ¿Y tú “Amanecer
de otro día”?
- No -respondió
ella, con una sonrisa que se ensanchó- ¿Y “El príncipe de Hamburgo”?
- Tampoco.
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De repente,
Juan, que miraba a su alrededor sin fijarse realmente en nada, detuvo su
mirada. Una figura destacaba como una nota discordante en la sinfonía
estridente de la discoteca. Era una joven, sentada sola en una mesa apartada,
bajo la luz suave de una lámpara de pared. En sus manos sostenía un libro, y
leía con una concentración que parecía desafiar el caos a su alrededor. Su
cabello, largo y oscuro, caía sobre sus hombros, y vestía un sencillo vestido
azul que contrastaba con los atuendos ostentosos de las demás chicas. Había
algo en su postura, en la forma en que sus dedos pasaban las páginas, que
hablaba de una calma profunda, casi subversiva en un lugar como aquél.
Juan la estaba
observando fascinado cuando, de repente, vio cómo Néstor se acercaba a ella,
con su sonrisa de galán y le decía algo que no llegó a escuchar. La joven
levantó la vista, le respondió algo breve, y Néstor se retiró, encogiéndose de
hombros con una mezcla de diversión y derrota. Minutos después, Rafael intentó
probar suerte, pero también regresó con las manos vacías, riendo como si el
rechazo fuera parte del juego. “¡Increíble!”,
pensó Juan, con una chispa de curiosidad encendida en su pecho. “Los dos
grandes seductores, rechazados. Esa chica no es como las demás”.
Y sin saber
muy bien a qué obedecía aquél impulso repentino que sentía, se levantó como si
estuviese diciéndose “Es mi turno”. Sintió cómo su corazón se aceleraba, con
una extraña mezcla de nerviosismo y determinación. Cruzó la pista, sorteando
cuerpos que se movían al compás de la música, hasta llegar a la mesa de la
joven. Ella no se había dado cuenta de nada, tan entusiasmada como estaba con
la lectura de aquél libro en medio del caos de la discoteca. Fue la voz de Juan
la que la sacó de su ensimismamiento…
- ¿Qué
lees? -le preguntó.
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El regreso
de Néstor y Rafael lo sacó de su ensimismamiento. Llegaron riendo, con nuevas
bebidas en la mano y el rostro iluminado por la euforia de la “cacería”.
- ¡Eh,
escritor, despierta! -dijo Néstor, dando un golpe juguetón en el hombro de
Juan.
- ¿Qué pasa?
-preguntó Juan, con un dejo de fastidio.
Rafael se
dejó caer en la silla, con una sonrisa que parecía demasiado grande para su
rostro.
- ¡No veas
cómo están esas chicas!
Néstor guiñó
un ojo, con aire conspirador.
- Suave,
suave...
- Ya me lo
imagino -respondió Juan, con desdén, mirando hacia otro lado.
Rafael no se
dio por vencido.
- Venga, Juan,
únete a nuestro “safari”. Hay una “tigresa” que...
- Hoy no
—cortó Juan, con un tono seco que sorprendió a sus amigos- Prefiero quedarme
aquí.
Néstor repitió
su tic habitual, encogiéndose de hombros, como si la negativa de Juan fuera un
capricho sin importancia.
- Allá tú. –le
respondió.
- ¿Vamos? -dijo
Rafael, ya de pie, con la energía de quien sabe que la noche aún tiene mucho
que ofrecer.
- ¡Adelante!
-respondió Néstor, y ambos se alejaron de nuevo, entre risas cómplices, perdiéndose
en el caos de la pista.
Juan volvió
a hundirse en sus pensamientos, con la mirada vagando por la sala. “Míralos,
tan contentos, así, sin más”, pensó. “Y sin embargo cuando están solos y te
fijas en ellos, y los ves enmudecidos, con la mirada baja y una copa en la
mano, parecen seres tristes, parece incluso como si fueran capaces de pensar”.
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Rafael,
siguiendo la mirada de un grupo de mujeres que acababan de entrar, se inclinó
hacia Néstor con un brillo travieso en los ojos.
- ¡Guau!
¡Mira qué bellezas acaban de llegar! ¿Vamos?
Néstor guiñó
un ojo, como si el mundo entero estuviera conspirando a su favor.
- ¡Eres un
lince, Rafael! -Se volvió hacia Juan, con una sonrisa que destilaba complicidad-.
¿Vienes?
Juan negó
con la cabeza, su mirada perdida en el borde de su vaso.
- No,
gracias.
Néstor se
encogió de hombros, imperturbable.
- Tú te lo
pierdes. –y dirigiéndose a Rafael le gritó- ¡Al ataque!
Los dos
jóvenes se levantaron y se perdieron entre la multitud y sus risas se
entremezclaron con la música y el griterío ensordecedor de todos cuantos se
apretujaban en la pista de baile y sus aledaños.
Juan se
quedó solo, y al cabo de unos minutos le pareció que el bullicio de la discoteca
se desvanecía y sólo quedaba latente como un tenue murmullo muy lejano. Las
luces centelleantes parecieron ralentizarse, como si el tiempo mismo se hubiera
detenido para dejarlo a solas con sus pensamientos.
“¿Esto es
todo?”, pensó, con la mirada fija en la pista de baile. “Ríen, hablan,
coquetean. Si no oyera sus palabras, creería que son felices. Pero su felicidad
es efímera, un flirteo superficial”. Se reclinó en la silla, sintiendo el peso
de la noche sobre sus hombros. “Quizás tengan razón. El mundo agota, y ellos lo
combaten con sus propias armas: superficialidad contra superficialidad. Viven
el instante, sin pasado ni futuro. ¿De qué sirve ser profundo en un mundo que
premia lo banal?”. Sus dedos tamborilearon sobre la mesa, un gesto nervioso que
reflejaba su inquietud interior. “Podría escribir novelas vacías, como las que
compran por esnobismo, y tendría éxito. Pero ¿y después? Un cuerpo puede darme
una noche de placer, pero mi alma... mi alma necesita más. Busco el amor, no
una conquista..”
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