Al
cabo de un rato —horas que se estiraron como siglos—, Arne agachó la cabeza con
resignación, mesándose los cabellos grises. Lágrimas silenciosas surcaron sus
mejillas curtidas por los años y encendidas ahora por la desesperación. La
única forma de poner algo de luz en todo aquel caos era volver al bosque, al
claro donde todo comenzó. Encontrar de nuevo el círculo de setas —o lo que
quedaba de él: un anillo de muñones cercenados por su navaja curva, tierra
herida y micelio roto—. Esa puerta profanada quizás fuese la única forma de
volver a su mundo, a su tiempo, a la cabaña donde el fuego aún ardía en la
chimenea. "Debo intentarlo", dijo, levantándose con piernas
temblorosas. "Solo, si es preciso".
Se
despidió del viejo con un apretón de manos calloso —el anciano le entregó un
saquito de bellotas encantadas como talismán, murmurando bendiciones
incomprensibles— y de Lirael con una inclinación torpe, la cesta de setas
marchitas colgada del hombro como una cruz.
Emprendió
el camino de regreso bajo un cielo tachonado de estrellas desconocidas, más
brillantes y numerosas que en Eldenwood, como si el firmamento mismo hubiera
cambiado. El sendero serpenteaba entre campos plateados por la luna, el aire
cargado de un silencio opresivo roto solo por el ulular de búhos invisibles.
Pero antes de perderse en la noche, una voz lo detuvo como un conjuro:
“¡Espera!”.
Se
giró, y allí estaba Lirael, corriendo tras él con el vestido violeta ondeando
como alas de cuervo, el cello envuelto en una manta sobre la espalda y una
mochila de cuero al hombro. Su rostro, iluminado por la luna, ardía con
determinación. “Iré contigo”, añadió, sin resuello pero sin vacilación.
“Conozco el bosque mejor que nadie; fui yo quien vio al viajero antiguo. Y...
no puedo dejarte solo en esto. El círculo me debe una deuda; testifiqué su
magia, y ahora la romperé contigo si es posible”.
Arne
la miró, atónito, un nudo de gratitud y temor en la garganta. ¿Por qué
arriesgarse por un extraño milenario, un profanador de portales? Pero en sus
ojos vio un reflejo de su propia pérdida: quizás Lirael cargaba sus propios
exilios, sus propios círculos rotos. “¿Y si no hay vuelta atrás?”, preguntó él.
“Entonces forjaremos uno nuevo”, respondió ella, con una sonrisa feroz que disipaba las sombras. “O moriremos intentándolo”.
Y
así, los dos comenzaron ese camino en busca del círculo de setas en el corazón del
bosque. Arne, el leñador envejecido por siglos invisibles; Lirael, la cellista
de secretos ancestrales. Avanzaban bajo la luna plateada, el bosque cerrándose
a su alrededor como un laberinto vivo, en espera de quién sabe qué: un portal
restaurado, un vórtice de luz devoradora, un abismo eterno. Quién sabe dónde,
quién sabe cuándo... Solo el susurro de las hojas prometía respuestas, y el
viento llevaba ecos de setas que aún sangraban magia rota.
Vicente Fisac es periodista y escritor. Todos sus libros están disponibles en Amazon:
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“Entonces forjaremos uno nuevo”, respondió ella, con una sonrisa feroz que disipaba las sombras. “O moriremos intentándolo”.
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