El aire en
el apartamento de Juan olía a papel viejo y a café recalentado, con un leve
rastro de cera quemada de las velas que usaba cuando la lámpara de pie, con su
pantalla torcida, no bastaba para iluminar sus noches de escritura. Era 1975, y
Madrid vibraba fuera de aquellas paredes con un pulso inquieto, atrapada entre
la rigidez política de aquellos años y la promesa de algo nuevo, indefinido,
que flotaba en las conversaciones susurradas en los bares y en las canciones de
la radio. Pero dentro de aquel apartamento en la calle Argumosa, en el corazón
del barrio de Lavapiés, el mundo parecía detenerse.
Las
estanterías, abarrotadas de libros con lomos desgastados -desde Lorca hasta Camus-,
se alzaban como murallas alrededor de un escritorio donde una vieja máquina de
escribir Olivetti Lettera 22 reinaba entre montones de papeles arrugados y
tazas manchadas de café.
Juan, de
veinticinco años, estaba encorvado sobre el escritorio, con los dedos
suspendidos sobre las teclas, como si dudara de cada palabra antes de dejarla
caer sobre el papel. Su cabello, castaño y desordenado, le caía sobre la
frente, y sus ojos, de un verde apagado, reflejaban una mezcla de cansancio y
anhelo. Vestía una camisa de franela a medio abotonar, con las mangas
remangadas, como si estuviera en una batalla constante contra el calor de su
propia mente. Era un hombre fuera de lugar, un novelista atrapado en un mundo
que exigía más de lo que él estaba dispuesto a dar. Quería escribir historias
que rasgaran el alma, pero las expectativas -las de los editores, las de la
sociedad, las de sí mismo- lo tenían acorralado.
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